Es un lugar común, una verdad admitida y asumida que vivimos en la sociedad de la prisa. Haber conseguido ahorrar innumerables esfuerzos, gracias a las técnicas sofisticadas que utilizamos, en lugar de proporcionarnos más tiempo para dedicarlo a los asuntos importantes, ha producido el efecto contrario, ha acelerado el ritmo de nuestras vidas de una manera que podemos considerar perniciosa para nuestro equilibrio.
Basta con que nos detengamos un breve espacio de tiempo, muchas veces forzados por las circunstancias, que nos obligan a bajarnos en marcha de nuestros trajines cotidianos, para que podamos apreciar de nuevo el olvidado valor de la serenidad, que nos sirve de marco para entregarnos a tareas que requieren silencio, tranquilidad, concentración, calma.
Algo se despierta en nosotros, cuando podemos hacer uso de ese tiempo sereno recuperado: son las emociones antiguas que nos regala una tarde dedicada al estudio o la lectura, o a la reflexión sobre el sentido de nuestra existencia, o a la conversación filosófica con quienes comparten nuestras inquietudes.
La naturaleza, con el recogimiento propio de la estación invernal, nos dicta la lección del tiempo sereno, indicándonos la necesidad de volvernos hacia adentro de nosotros mismos y recuperar de la memoria las mejores experiencias para volverlas a vivir y las que no lo fueron tanto para aprender las enseñanzas que siempre nos regalan los fracasos, cuando sabemos tamizarlos por el filtro de la reflexión tranquila.
Luego, cuando nos toca regresar a los afanes de cada día, instalados en el ruido de las prisas, saber que la serenidad actúa como un recuerdo benéfico, como un lugar de la memoria, donde volver siempre que los reclamos exteriores consigan sacarnos de nosotros mismos y alejarnos de las metas vitales, aquellas que vislumbramos en los lúcidos instantes de calma y silencio.
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