Quizás la escasez de documentos originales, el enigmático abandono de sus centros ceremoniales y su particular forma de concebir el universo por un lado, y por otro lado la tergiversación de sus códices jeroglíficos, sumado a la sobrecarga de prejuicios difundidos en gran parte en el siglo XV, tras el regreso de las naves de Colón, siguen influyendo en no reconocer a las culturas que allí se dieron como grandes civilizaciones que aportaron verdaderos avances, tanto intelectuales como espirituales.

Pirámides de TeotihuacánSalvando algunas diferencias formales, las sociedades precolombinas eran sociedades tradicionales. En sus mitos y elementos simbólicos aparecen reflejados conceptos comunes tales como el simbolismo del centro, el concepto de complementariedad, la idea del hombre como puente de unión entre el cielo y la tierra o la de su responsabilidad ante la conservación del mundo y de la Naturaleza. Sus expresiones artísticas, sus majestuosas construcciones, sus conceptos filosóficos, sus conocimientos de medicina, en fin, toda su vida cotidiana estaba imbuida de una gran religiosidad y una elevada moral, que les conectaba de una forma natural con el concepto de inmortalidad del alma.

Estos pueblos se caracterizaron por su espíritu guerrero. La «guerra florida» formaba parte del rito cotidiano, entendida como actitud sagrada, en la que el ser se reafirmaba combatiendo a los espíritus del mal que encarnaban los adversarios. En realidad, es la lucha contra uno mismo, contra sus propios defectos e impurezas. Ellos concebían que el ser hombre implicaba el dominio de las fuerzas de la Naturaleza, y así, el hombre que se revestía con la piel de jaguar del vencido adquiría sus cualidades y potenciaba su espíritu.

Esta «guerra sagrada» nada tiene que ver con nuestro actual concepto de guerra, sangrienta y cruel, promovida por efímeros intereses particulares. En una carta a Lorenzo de Médicis, Américo Vespucio le confiesa:

«Lo que más me maravilla de sus guerras es que no se puede saber por qué razón se hacían la guerra unos a otros, puesto que ni tienen bienes propios ni señorío de imperio o reino, ni saben qué cosa sea codicia, es decir, robo o ambición de reinar, lo cual me parece ser la causa de las guerras».

En el contexto tradicional, las guerras siempre tuvieron un doble sentido: el de conquista y expansión, y otro con sentido ritual, sagrado y mágico, referido a la lucha particular de uno contra sí mismo. Encontramos ejemplos de ello en otras culturas: la batalla del Bhagavad Gita, el guerrero interior de Luz en el sendero, los caballeros del rey Arturo, las iniciaciones caballerescas entre los templarios o los caballeros «Bushi» en Japón, por citar algunos ejemplos, y cuya réplica precolombina la encontramos en los «Caballeros del Sol», los «Caballeros Águilas», los «Caballeros Jaguares o Tigres».

La férrea formación de estos hombres a través de durísimas pruebas, tanto internas como externas, para alcanzar el dominio de sí mismos, era lo que les daba la calidad de «caballeros». Practicaban la renuncia, el alejamiento material, la purificación, es decir, virtudes encaminadas a vencer la muerte mediante el sacrificio de lo humano y perecedero, accediendo así a los misterios de la vida y de lo eterno.

Archivaban sus conocimientos en libros de piel de venado o papel de amate. Gran parte de dichos libros tenían un contenido ritual y simbólico: relatos mitológicos, cálculos astronómicos, calendario adivinatorio, hechos históricos, antiguas tradiciones, etc.

Si, como nos dice Mircea Eliade, entendemos que «El mito instaura los orígenes, el rito los restaura y la iniciación les da vida. La pérdida de sus componentes supone el desmoronamiento», tal vez aquí tengamos una respuesta ante el gran misterio de la evolución cíclica de las civilizaciones, con sus períodos de auge y decadencia, de avance y retroceso. Es indudable que cuando las primeras expediciones españolas llegaron a aquellas tierras, los valores tradicionales se habían perdido, muchos de sus ritos se tomaban literalmente y se había olvidado la correcta interpretación de sus mitos y elementos simbólicos. El «desmoronamiento» era evidente, pero aún se conservaban sus libros y sus códices, que podían constituir una fértil semilla con posibilidades de florecer algún día con renovada majestuosidad.

La guerra como actitud del alma

«Un guerrero se sitúa en el centro del campo de batalla ritual. Ha de vencer a otros cuatro guerreros disfrazados de jaguar que representan los cuatro elementos y que ocupan las cuatro direcciones del espacio. El vencedor adquiere las cualidades de los vencidos y alcanza su plenitud como una flor que se abre».

Ellos entendían que el hombre, apresado en sí mismo, poseía la «energía solar» capaz de regenerar el movimiento del cosmos y mantener la vida del universo. El receptáculo de esta energía era el corazón; el hombre debía liberarla y ponerla en manos de los dioses; a cambio recibiría la inmortalidad.

Las cadenas que mantienen cautiva dicha energía están hechas de efímeros deseos y egoísmos, de mundanos anhelos y nefasta ilusión, de ignorancia y oscuridad. El hombre, ciego ante su sol interior, siente apego a tales cadenas: las hace suyas.

Pero es uno mismo quien debe liberarse, volver sobre sí el cuchillo y romper las cadenas a través del propio sacrificio ofreciendo, simbólicamente, su corazón al Sol, mostrando su flor interior.

La flor era el símbolo del alma. El dios Xochipilli, «Señor de las Flores», además de representar la regeneración de la Naturaleza, representaba la resurrección interior, ya que era también «Señor de las flores espirituales», y en algunas imágenes aparece con una flor en lugar de su corazón. Curiosamente, algunas flores que adornan a este dios coinciden con los chakras hindúes.

Los chakras (flores o ruedas) son una suerte de centros energéticos del hombre cuyo despertar y desarrollo, en un sentido de ascensión espiritual, como resultado del dominio de su propia personalidad, le abren la posibilidad de conectar con otras dimensiones más depuradas. Observamos, por ejemplo, que el loto era especialmente venerado en Oriente y que incluso los egipcios veían en él un símbolo del renacimiento y resurrección del Sol. Emblema de los poderes productivos, era también considerado hijo del fuego (espíritu) y del agua (materia), al crecer en el agua al calor del sol, simbolizando así dicha dualidad.

«Permite, oh, Tezcatlipoca, que los guerreros Águilas y Tigres se adornen con plumas y sean rayados con tiza. Concédeles que disfruten de la muerte a filo de obsidiana, que den cobijo con su corazón al cuchillo de sacrificio, a la mariposa de obsidiana, y que deseen y codicien la muerte florida».

En el quinto mes del calendario solar se realizaban las fiestas en honor de Tezcatlipoca, «Señor de la Guerra Florida»; se representaba así el drama del Sol encarnado en la materia. Posteriormente, el último día del mes, en el recinto sagrado del Juego de Pelota, realizaban una representación bélica dedicada a Huitzilopochtli, simbolizando la batalla de las energías cósmicas en la que el espíritu del Sol escapaba de la materia y de la muerte. Huitzilopochtli es el dios colibrí, «Señor de la Guerra Interior», la heroica lucha del hombre contra sus propios miedos y pequeñeces.

La conquista interior otorgaba al alma-colibrí del guerrero el poder de remontar su vuelo hasta fundirse con el Sol. Su alimento era el néctar que brotaba de su florecida alma. Este era el sentido de unificación con el Sol de las almas de los guerreros que habían alcanzado la superación de la dualidad. Es la eterna lucha del espíritu y la materia.

Pero el hombre olvidó el prístino sentido de esta actitud, y los textos sagrados se tomaron literalmente degenerando su mensaje. ¡Huyó el conocimiento! ¡Venció la superstición! Entendieron entonces que el sol estaba ávido de sangre humana y esta era vital para Tonatiuh, cuya estabilidad había que mantener a toda costa para que no llegase su destrucción, tal como había ocurrido con los cuatro soles anteriores. Se obró entonces sin conciencia, sin verdadera fe, sin sagrada intención, y los hombres realizaron sangrientas ceremonias guiados por el temor y la ignorancia. Se extirparon físicamente los corazones humanos y aconteció lo terrible: ¡corrió la sangre y el culto degeneró!

El gran artífice de la «Guerra Florida» es Quetzalcoatl, la Serpiente Emplumada, el prototipo de esa transmutación interior en el hombre que se diviniza tras alcanzar la conciencia de la inmortalidad. Él nos enseña con su ejemplo que la grandeza humana reside en la conciencia de un orden superior, y en su mito aparece reflejado el camino a seguir.

Es el camino del amor, de la entrega, de la unión del hombre con el Todo a través del conocimiento y de arrancar del corazón la ignorancia y la materia.

 

Pascual Roselló