Se sometió a unos cuantos roedores a una dura prueba: se les lanzaba en una cubeta llena de agua y se calculaba el tiempo que tardaban en desfallecer, agotados por el esfuerzo de evitar ahogarse. Con algunas diferencias, casi todos resistían, digamos, una media de media hora, el tiempo que tardaban en gastar sus reservas de energía, pensaban los investigadores.
La sorpresa vino cuando a uno de los científicos se le ocurrió plantear qué ocurriría si se introducía una nueva variable en el experimento, es decir, cuánto tiempo resistirían si sentían que alguien iba a salvarlos. Seleccionó un grupo de ratones; tras echarlos en la cubeta, los dejó durante un buen rato pataleando, intentando mantenerse a flote y cuando estaban a punto de rendirse, introdujo sus dedos en la cubeta y los iba sacando del agua. Los secaba, los colocaba en una jaula limpia y confortable y les daba de comer abundantemente. Así durante cuatro o cinco inmersiones, con sus correspondientes operaciones de salvamento y tratamiento confortable posterior. La tercera y definitiva fase del experimento requería que los ratones que habían sido rescatados y reconfortados, de nuevo fueran arrojados en las cubetas, para medir el tiempo que tardaban en llegar hasta la extenuación. El resultado fue espectacular: lograron mantenerse a flote durante un tiempo siete veces superior al de los otros ratones que no habían sido “salvados”, siete veces más que ellos mismos, cuando no habían experimentado la posibilidad de que aquel esfuerzo podría tener un resultado feliz.
La interpretación que hicieron estos neurólogos se parece mucho a las moralejas de las fábulas. Dedujeron que la esperanza de que nuestros problemas se puedan solucionar aumenta nuestra resistencia al esfuerzo y al sufrimiento. Y también valoraron el poder multiplicador de la confianza en aquellos que pueden sacarnos de los atolladeros. Necesitamos la confianza y la esperanza para sobrevivir.
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