Ritos de la muerte
Autor: Antonio Beltrán
El elenco de costumbres funerarias españolas es infinito. Ritos populares cuyas raíces nos llevan a tradiciones de antiguas culturas.
Tema es éste que podría dar ocasión a largas investigaciones y a extensos libros que las expusieran. Hace muchos años realizamos una encuesta que mostró la relativa uniformidad de ritos en Aragón, quizás por la influencia de comunes creencias cristianas, apoyadas en la vida eterna y en las ideas sobre premio cielo o castigo infierno y purgatorios, preces e indulgencias.
Son habituales las creencias sobre los fuegos fatuos y su identificación con las almas que siguen a los vivos pidiéndoles sufragios y los espíritus y muertos familiares que se manifiestan con golpes durante la noche, solicitando misas o dando avisos. En Sariñena se decía que para librarse de tal acoso no había otro medio sino disparar contra los aparecidos con un revólver, pero con balas de cera mojada en agua bendita, o por lo menos así nos lo contaba una anciana.
Como en todas partes, la muerte, en las tradiciones aragonesas, es base de un rito de separación o segregación, y todos los vecinos habían de asistir al entierro tras haber visitado la casa mortuoria y contemplado el cadáver engalanado como hacía los romanos. La cera y la luz formaran parte esencial de este rito y en muchas ordenanzas se exigirá de los cofrades asistir a los entierros de sus compañeros con una o dos velas encendidas.
Habrá también «comidas de muerto», servidas en vajilla basta o desportillada y con cubiertos de madera de boj. Serán habituales los velatorios, con banquetes fúnebres y abundante bebida. No sabemos si el dicho «el muerto se come la casa» tiene más honda significación o se refiere al dispendio en que era preciso incurrir para mantener la animada y teóricamente piadosa reunión durante toda la noche en la que no se podía dejar sólo al muerto.
Las plañideras, en Aragón «ploradoras», acompañaban los entierros, con frecuencia cobrando por sus alaridos y lágrimas, normalmente a cargo de las parientes y amigas. Recuerdo el estupor que de niño me produjo en Sariñena el ver llegar dos mujeres charlando animadamente hasta la puerta de una casa mortuoria, en la puerta componer el gesto y romper a llorar desconsoladamente, y volverlas a ver salir con operación contraria; supuse durante mucho tiempo que se trataba de un acto de hipocresía, hasta convencerme de que estaban pura y simplemente cumpliendo un rito y que otra conducta hubiera parecido condenable. Este tipo de conductas podemos registrarlo en todos los tiempos y latitudes, y ejemplos diarios nos ofrecen los entierros de los pueblos islámicos.
Innumerables son los ritos de pan y luces, como las comidas sobre las tumbas de La Almolda o la procesión de la Cofradía de San Victorián de Abizanda, pueblo que cuando contaba sólo con 16 vecinos los reunían en Todos los Santos para cumplir con ellos. Velas encendidas toda la noche anterior al día del entierro se guardaban de las bendecidas en la Purificación o Candelaria. En algunos lugares los colores eran distintos y las fúnebres serán amarillas. El amarillo y negro, como colores de muerte, aparecerán en los paños de iglesia y en los motivos decorativos.
El difunto participará en su propia fiesta de muerte y resurrección, con vestidos especiales; la mortaja se asociará al «linzuelo de Cristo» siguiendo la tradición de la envoltura en una sábana del cuerpo de Jesús y del Santo Sudario de Turín; un rito riguroso será vestir al muerto y cerrar sus ojos, exponerlo con los pies hacia la puerta como hacían los romanos creando frases populares («con los pies por delante» como sinónimo de morir), y por descontado rezos y lamentos, ponderación de las virtudes del difunto y el lazo en la cruz diciendo «desquite» para poderla retirar después. Al muerto se vestirá con sus mejores ropas y en algunas localidades se usarán las prendas el día de la boda. El entierro dará una vuelta al pueblo en Gistaín o tres a la iglesia en algunos lugares de Ribagorza.
Presagios de muerte se extraerán de animales supuestamente dañinos como murciélagos o sapos y determinados árboles tendrán la misma nefasta influencia, como la higuera con su sombra, quizá porque la tradición decidió que fuera el árbol en el que se ahorcó Judas.
Numerosos pueblos guardan tradiciones peculiares. En Alcañiz una procesión de Semana Santa «sacaba» a la Muerte sobre unas andas. Las gentes temían que se detuviese ante su casa en las paradas del cortejo porque al año siguiente habría una desgracia en ella. Los avisos de los muertos por golpes o ruidos eran habituales. Estaban los tres golpes benéficos con que San Pascual Bailón avisaba a sus devotos para impedir que murieran sin preparación. Pero cualquier ruido que en la noche sonase donde se hubiera producido una reciente defunción se ponía en relación mensaje de los difuntos y recrudecía oraciones y plegarias.
Difuntos y antepasados se fundían en ritos como el del «Banquet de las velas», Gistaín, que cada familia tenía en la iglesia y que servía para los ritos de integración de las mujeres que casaban con hombres de la casa. Ya hemos aludido a las ceras de diversos colores y a las costumbres en este sentido que se repiten en todo el norte de España, hasta el País Vasco y el Pirineos aragonés.
En Muel, epitafios cerámicos en el azul tenue imitado de los talleres reusenses; dedican tiernas y eruditas poesías a jóvenes o a niños siguiendo el ejemplo de las inscripciones sepulcrales métricas que los romanos inscribieron para difuntos inmaduros, como reza una de las poesías de Cartagena.
Podrían ser muy largas las consideraciones sobre el luto, tanto en el vestido -negro- como en las manifestaciones públicas, balcones o ventanas cerradas, inconveniencia de cantos o de asistencia a actos públicos, etcétera, con larga duración de estas situaciones y «alivios» del luto en las ropas con añadido de morado o blanco. Podríamos insistir en el entierro a hombros y a veces con largos recorridos hasta los cementerios, y los usos sobre acompañamiento de hombres.
Con la muerte no se pierde la vida, sino que se cambia por otra situación. Según las ideas de todos los pueblos del mundo, por lo menos desde el paleolítico Medio. Las tumbas reales de Ur descubiertas por Welley con los soberanos rodeados de sus servidores sacrificados y ostentosos ajuares, la dama de Albuñol con doce sirvientas, la de una princesa de Vix, en Francia, con una gigantesca crátera de bronce, la lujosísima acompañada de un carro de Stuttgart, la que se adornó con la dama de Baza o la de Pozo Moro en Albacete, podrían ser ejemplos arqueológicos de ritos funerarios que llegarían a la espectacularidad de los monumentos egipcios o mayas. La momificación en Egipto o Perú o entre los guanches de Tenerife y el uso del ocre rojo como trasunto de la vida impregnando los cuerpos, son muestra de algunos de los ritos mortuorios que presentan una especial emoción en los cuerpos de las cuevas sepulcrales de Shanidar, en Irak, adornados con pétalos de florecillas azules…
Si la arqueología nos presenta una variada muestra de ritos funerarios, ocurre lo mismo con las costumbres mantenidas tradicionalmente por todos los pueblos. Las «danzas de la muerte» difundidas en toda la Europa medieval con propósitos moralistas se reflejan en costumbres populares como las de Verges (Gerona), en que los bailarines trenzan sus pasos, vestidos de esqueletos, con la muerte misma, que exhibirá una terrible sentencia: Nemini parco, como la que se repetirá en los relojes referida a las horas: omnia vulnerante, ultima necat a fin de advertir que la muerte no perdona a nadie y que las horas implacablemente hieren, una tras otra, hasta que la última mata.
Muchas de estas costumbres las hallamos constituidas ya en el siglo XIV. Por la mañana, ritos de alegría (pastas, panellets, bollos de México), por la tarde tristeza y dolor que se acentuará en las celebraciones de Ánimas o Difuntos, que cariñosamente serán llamadas en muchos lugares de Aragón «almicas», asociándolas a todos los ritos de Purgatorio, para quienes se «pedirá» en las colectas durante las misas (aún recuerdo la cantinela del escolano con el cepillo, en Sariñena, pregonando «pa las benditas ánimas del Purgatorio…»).
Conocemos muchas noticias sobre ritos en los osarios parroquiales antes de 1823, cuando terminó el enterramiento en estos lugares. Las luces y la cera constituían una costumbre habitual. También la ofrenda de flores, aunque ya la hallamos en el Mesolítico en Shanidar, y aparecen vinculaciones a determinadas especies florales, como los crisantemos, con tan poco fundamento como atribuir al ciprés, árbol dedicado por los romanos a Marte y Venus, un sentido funerario, y pasar a los modismos populares «más triste que un ciprés».
El elenco de costumbres funerarias españolas es infinito; podríamos señalar el novenario de las ánimas y los pasquines con los novísimos, la asociación con la muerte de los inocentes, el «mortijuelo», que a veces se llama «alegría» en Aragón, y «albaet» en Valencia, vestido de blanco, ante cuyo inerte cuerpo bailan los padres y amigos, o la ternura del rito chileno que no se puede llorar ante el muerto porque es un ángel cuyas alas se mojarían con el llanto y no podría volar al cielo.
Claro está que las celebraciones de noviembre se asocian con los de principios del invierno en cuanto a ropas y preparación de la casa y con la celebración de los Santos, que no tienen día fijo.
Se aludirá a la siembra como enterramiento de la semilla y resurrección de la espiga multiplicada. Sería necesario examinar el concepto de la muerte en cada religión y su perpetuación en los usos tradicionales; el memento mori frente al Bibe dum vivas desenfadado de los cubiletes romanos para beber vino de la región del Mosela, o el vivat qui me plenet del museo de Maguncia, o los cantos goliárdicos y el tabernario y estudiantil gaudeamos. La rutina creará formulas como la latina requies cat in pacem que sintetizaremos en nuestro RIP obsesivamente repetido en epitafios, o el Siste viator, con el que los romanos pedían al transeúnte que detuviese su paso y dedicase un recuerdo al muerto, que en nuestras tierras se traducirá en una piedra depositada en el lugar donde ha ocurrido una muerte. Una pobre madre de Cartagena, que dedicó a su hijo una paupérrima lápida, se excusó en las últimas palabras: Ut potuit non ut voluit (hice lo que pude, no lo que hubiera querido hacer).
Las tres misas de difuntos y otras prácticas muestran lo inseparable de los ritos mortuorios y de las prácticas devotas; terribles capillas de huesos, como los «tzompantlis» aztecas, decorados con calaveras, pasarán a los dulces mejicanos, esqueletos de azúcar y bollos decorados con huesos y calaveras consumidos ritualmente en la festividad de Todos los Santos. No faltarán en toda Europa terroríficos muros de huesos, en las iglesias, recordando la muerte. Pero ésta será también la vinculación con los antepasados, con las raíces; las gentes, cuando busquen razones para la guerra defendiendo una causa cualquiera, acabarán alegando que luchan por la tierra donde reposan los restos de sus mayores.
Antonio Beltrán
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