Andalucía mágica: Córdoba
Autor: Hipólito Lucena
La provincia de Córdoba es el segundo encuentro del Río Grande, el padre Guadalquivir, con asentamientos humanos importantes. Es el camino real hacia la llanura central de España, quebrada en dos amores imposibles: la campiña y la sierra, sirviéndole el río de dulce frontera entre ellos. Innumerables son los vestigios, que se hallan por doquier, de su utilización por los primeros pobladores de la Península, pese a lo áspero del entorno y lo inmisericorde de su clima.
Aislada del mar por el farallón de su sierra, apenas encuentra consuelo en su llano. Queda como encerrada en una cápsula del tiempo viviendo de su propia energía telúrica. La belleza de su paisaje es consecuencia de la sensación de espiritualidad que rezuma de sus rincones. Si en Cádiz denotábamos la luz, en Córdoba debemos resaltar el silencio. Sin embargo, no es la espiritualidad del desierto, pues en la agricultura tiene Córdoba su gran desarrollo y, recurriendo al tópico, nos encontramos con Séneca ocupado en tareas de labranza. Lo apolíneo y lo dionisíaco, sensualidad y pensamiento de la mano y en la misma dirección.
Ciñéndonos al tema, los lugares mágicos de Córdoba han estallado siempre ante los ojos de los que han pasado por su cercanía. Ya hemos visto que el hombre prehistórico se asienta en lugares siempre propicios, y abre el camino para que sus sucesores en el tiempo confirmen que su elección fue acertada. La Vía Augusta sigue el curso del Guadalquivir y confluye con la vía de la Meseta, que cruza Despeñaperros con la de Extremadura por los Pedroches, y Écija da la entrada al mundo del Mediterráneo, sin obviar el hecho de que la navegación oceánica llegaba hasta Córdoba por el Río Grande. Como sería imposible reseñar todos y cada uno de los rincones cordobeses, vamos a fijarnos en las consecuencias producidas por la magia del terreno.
Imposible pasar por alto el vergel de la muerte que son las ermitas. Hacia el año 300, Osio, el obispo a la sazón de la ciudad, con motivo de haber presidido el 1.er Concilio de Nicea, se trajo a unos cuantos ermitaños desde Tebaida, Egipto, y los acomodó en el incomparable paraje de Córdoba. Cuando el Concilio de Trento se salta a la torera la decisión de aquellas personas que han elegido vivir en soledad y erige la Congregación de Ermitaños de San Pablo y San Antonio Abad, de alguna forma obliga a estos a realizar determinados actos comunitarios, aunque aparentemente cada uno sigue viviendo por su cuenta, con su riesgo y a sus expensas. En Córdoba hasta 1957 hubo ermitaños, pues los últimos, que estaban muy escasos, se unieron a una congregación de carmelitas. Hoy lo que se puede apreciar son los habitáculos de las personas que con su silencio dejaron la impronta de su personalidad en la pequeña parcela que ocuparon en vida. Es un monumento a la idea de la muerte, tan reiterativo, tan obsesivo casi, que la certeza de la resurrección parece prácticamente olvidada y a veces produce una sensación de que tras la desaparición biológica no hay nada más, y el cuerpo es inicio y meta; esto considerado desde el punto de vista del turista, o del curioso impertinente, ya que el verdadero mensaje es tan claro y diáfano, tan evidente, que por lógica humana no se ve. Para avalar esta consideración, reproducimos las palabras que orlan la cruz que da entrada al acotamiento del lugar. Dejando aparte la consideración literaria del versito, de dudosa construcción, entendemos que es un grito y una llamada muy elocuente.
Los patronos «oficiales» de la ciudad son los santos Acisclo y Victoria, hermanos romanos mártires. Las Vírgenes de la Fuensanta (el agua) y los Dolores (el fuego) son las devociones del pueblo (siempre lo oficial en pugna con lo popular). Pero ¿quién dudaría de que la verdadera cumbre de la piedad cordobesa está nada menos que en las alas emplumadas de todo un arcángel? Córdoba romana y mora. Córdoba con ideas propias, como corresponde a aquellos a quienes sus raíces les hacen pensadores natos, ¿quién trata de decidir por ti? En el siglo XIII, fray Simón de Sousa, con ocasión de una epidemia, recibe la visita del arcángel Rafael, que naturalmente libera la ciudad de la enfermedad y restablece el orden. Gracias a ello tenemos una idea concreta de cómo es en realidad un arcángel. Por si hubiese alguna duda, la visita se repite hacia 1500, esta vez al padre Roclas, y en tan memorable ocasión, le jura por Jesucristo (¿tan poco creíbles se estiman los arcángeles?) que Dios mismo le tiene confiada la ciudad a su guarda y custodia (¿será que Dios no tiene tiempo de hacerlo por sí mismo?). Desde entonces lo oficial y lo popular se unen, ya no hay que pensar. Que el guardián se encargue de todo, para eso está.
Qué menos podemos hacer que dejar constancia de otras devociones, «casualmente» enclavadas en lugares estratégicos. El Cristo de San Álvaro es la transmutación de un pobre a quien san Álvaro no pudo socorrer, y la campana del convento de Santo Domingo, que toca cuando va a morir un fraile, pero que mata al que ose tocarla (?). La mencionada Virgen de la Fuensanta, la terracota del siglo XVI que dijimos antes, indicó a un pastor de dónde debía sacar agua para que curase a su esposa de parálisis y a su hija de locura. Algo más tarde un fraile, con la misma agua, cura de hidropesía, y tras breve investigación, se le revela que en una higuera cercana hay encerrada una imagen de la Virgen. Se funda la ermita, llegan los exvotos, la romería, etc.
El pueblo cordobés de Lucena ha sido el centro de estudios talmúdicos y rabínicos más grande que ha tenido el pueblo hebreo. Sin embargo, es más conocido por la fabricación de los velones, lámparas judías, y por supuesto por la devoción a la Virgen de Araceli, protectora del campo andaluz (me permito recordar a Ceres). En Cabra, todos los años, desde tiempo inmemorial, se celebra una concentración del pueblo gitano. Hoy se sigue celebrando, pero como homenaje y peregrinación a la Virgen de la Sierra. En Pozoblanco tenemos a la Virgen de la Luna, de la que una estampita fue depositada en el suelo de Selene por el astronauta Collins.
En Montilla pasó los últimos años de su vida Juan de Ávila, quedando memoria de sus éxtasis. Y de paso me permito recordar que en esta misma localidad se produce el vino fuerte, denso, aromático, que refleja el carácter de la tierra y los hombres cordobeses. Por supuesto que los éxtasis no tienen nada que ver con el vino, pero ambos fenómenos su producen en el mismo sitio y, al decir de los eruditos, es un desafío a la lógica que en este paraje se reproduzca la vid. ¿El lugar no está en su sitio, o es que realmente hay «algo» debajo?
No es un olvido. Es que he dejado para el final la consideración de por qué aquí la Mezquita, por qué aquí Abderramán, por qué se constituye aquí la capital del mundo árabe, por qué Abu al-Walid Muhammad Ben Rushid, el inmortal Averroes, intérprete de Aristóteles, decidió ser cordobés y racionalista a su modo. Me permito simplemente sembrarles una consideración: ¿por qué un territorio no muy extenso implanta de por vida la nostalgia y el misterio en el corazón de todo un pueblo como el árabe? ¿Por qué ese territorio, repoblado por Fernando III con gente traída de Cantabria, principalmente santanderinos, se apodera de esos corazones y los enraíza en sus entrañas como hijos propios? Si les sirve mi respuesta, Madre Tierra en cierto momento se apellidó Córdoba.
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