El carnaval en España
Autor: Antonio Beltrán
Las “mascarutas” de cualquier lugar de Aragón, y sobre todo de Epila, el “disfraz de caracoles” de Banastas o las caretas de fabricación local en Jaca eran y aún siguen siendo los residuos de ritos de la más profunda significación, como puede comprobarse todavía en los actos de Bielsa y en los “peirotes” vejados y destruidos de tantos sitios, sea en tiempo de carnavales o en otros que mantienen viejas creencias.
Pero en realidad nuestra sociedad ha mantenido de la fiesta lo puramente anecdótico, como el cambiar de traje que represente cambio de condición, sexo, actividad, o tiempo; ocultar el rostro para completar la mudanza de la personalidad y radicalizar los elementos orgiásticos de las ceremonias paganas que con el paso del tiempo vendrán a quedar en “bailes de sociedad” y en licencias que escandalizaban a las hipocresías sociales de no hace mucho pero que hoy parecen de habitual práctica. La censura eclesiástica y las prohibiciones de tiempos pasados han provocado un artificioso resurgimiento de los carnavales; artificioso porque ya no tiene sentido el rito de inversión y casi ninguno de los participantes está pensando en el “eterno retorno”.
“Todo el año es Carnaval” sentenciaba Larra en uno de sus amargos artículos de costumbres, y una encuesta que se abriese acerca de lo que piensan los disfrazados o danzantes de la fiesta demostraría que, una vez más, lo que permanece vivo en el folklore ha perdido de su raíz hasta el conocimiento de lo que era. Por mimetismo aparecerán grandes desfiles como los de Río de Janeiro en diversas localidades de las Islas Afortunadas. O persistirán los disfraces en las pequeñas localidades arropados por excesos tan inocentes como enharinar a las gentes, tiznarlas con hollín o sebo de los ejes de carros, reventar vejigas contra las personas, lanzar agua con los más diversos ingenios, huevos y otras lindezas parecidas, semejantes a las de las fiestas de “inocentes” o cualesquiera otras donde lo esencial sea el quebrantamiento de los usos y de las normas.
Las críticas personales y sociales, más que políticas, dominarán otras manifestaciones carnavalescas como “las chirigotas” de Cádiz y revelarán el mismo oculto sentido que las “motadas” del dance aragonés. Tal conducta que ahora se califica con el neologismo de “desmadre”, parece instintiva y se mezclará hasta con las manifestaciones políticas, de modo que las gentes gritarán “¡Viva la Pepa!” como sinónimo de “todo vale”, aunque no sepan que la tal Pepa es la Constitución de Cádiz de 1812, aprobada el día de San José.
En definitiva, Carnaval. La Iglesia ha corregido el desenfreno carnavalesco con la penitencia de la Cuaresma, un bufón frente a una vieja decrépita armada de un abadejo en el desenfadado gracejo del arcipreste de Hita. Y en ellos sí que revive la fuerza de las fiestas de inversión contemporáneas de los principios del Cristianismo dedicadas por los griegos a Kronos, el señor del tiempo, devorador de sus propios hijos y por los romanos a la versión latina del dios griego, Saturno, y por extensión a Baco mediante las Bacanales. Las Anesterias, las dedicadas a Nehalemnia de la Europa bárbara o a Herta o Nertha (como cita Tácito), la Diosa Madre germánica, como las de Isis en Egipto, no hacen sino celebrar el regreso de la primavera, de la fecundidad del suelo, y por ende de hombres y de bestias. Lo del nombre nacido en Car-navale o Carnis-avalis desembocará en Carnestolendas, y no interesa insistir en ello. Tampoco en las Pragmáticas contra el lujo en el vestir dictadas por los soberanos de la Casa de Austria que encubrían la defensa de sus privilegios por parte de la aristocracia, que los veía amenazados ante el intento de los burgueses de vestirse como los señores. En definitiva, las “muyeres y madamas” de Bielsa, con trajes blancos, sombreros y cintajos, no serán más que un remedo de las señoritingas de las que hacen mofa con dengues y posturitas. Las mascaradas de antaño pueden ser las comparsas de hogaño, y las sátiras de los romanos persistir en las chirigotas gaditanas.
El sentido de las antiguas ceremonias puede estar en la tendencia a la nivelación social y en el escape hacia el libertinaje. No olvidemos que libertinaje es menos despectivo de libertad que rememoración de Liber, semejante al Dyonisos griego y al Baco romano. Las licencias de las Saturnales convertían por un día a los esclavos en dueños de sí mismo y de los demás, desempeñando altas magistraturas, dando órdenes, transgrediendo las leyes y convirtiendo su fiesta en el “reinado de las burlas” y en un “rey” que figura en los carnavales de Munich o Colonia, y que terminarán con la muerte de tal rey y un entierro burlesco y desenfrenado que traduciremos en toda España en el “de la sardina”, para simbolizar el fin de la etapa sin carne en las comidas (carnistollendas) y la ominosa presencia del abadejo o el congrio, que eran las habituales comidas de la cuaresma, aunque no faltase para los adinerados el salmón que traían arrieros de San Sebastián.
La inversión comportará el que los hombres se vistan de mujeres y las mujeres de hombres antes de que la moda “unisex” mostrase lo convencional de tales distinciones: los ricos se cubrirán con harapos y los pobres ostentarán galas áulicas de suerte que durante unos días nadie sabrá cómo es realmente el prójimo y hasta dudará de sí mismo: de ahí la necesidad del antifaz o la careta. La anécdota llegará a convertir el disfraz en pugna de elegancias o de originalidad, en acompañarlo del invariable ¿Me conoces? Y todo de la demoledora conclusión de que, pasado el breve lapso de tiempo, las cosas volverán a su cauce; es decir, a donde solían, y tal vez para que la presión se haga más dura y la sociedad bendiga las férulas que corrigen tanto desenfreno. Trajes de otros tiempos sustituirán a los viejos en ese “túnel del tiempo” en el que todos soñamos alguna vez.
Las fiestas antiguas no solamente anuncian la explosión de vida de la primavera, sino la pugna permanente entre la fogosidad y el freno. Dicen que los persas tenían por costumbre, cuando cambiaban de soberano, dejar por unos cuantos días rienda libre a todos los abusos y tropelías, de suerte que cuando el nuevo sha imponía la ley sobre la anarquía se mostraban los beneficios deducidos.
Así hicieron los diputados absolutistas que recibieron a Fernando VII en la venta jaquesa (desafortunadamente desaparecida hace poco) en la raya de Aragón, para aconsejarle mano dura contra el que motejaban de desenfreno constitucionalista; y el sano humor de los españoles bautizó a sus firmantes como “los persas”.
Los carnavales entre febrero y marzo cierran un ciclo para empezar otro. No es fácil decidir si el ciclo agrícola y pastoril que va a cambiar tiene su clave en la Navidad como prototipo del invierno o en las fiestas cristianizadas de los santos que podríamos sintetizar en San Antón, defensor de los animales de labor y en suma de los modos de vida tradicionales de las comunidades agrícolas. Las fiestas paganas de este tiempo y del Carnaval, al cristianizarse, suponen no sólo encubrir viejos ritos con ropajes nuevos, sino proponen ejemplos y modelos de conducta.
Marzo debe “marcear”, y abril, y no sólo por el sonsonete, ofrecer “aguas mil”, pero del mes de los vientos se dirá que “tiene 31 días y 300 fisonomías”. Entre marzo y abril hay una vieja leyenda mediterránea que, tal vez originaria de Italia y posiblemente romana, explica lo que le ocurrió al mes.
Cuentan que una vieja pastora se mofó insistentemente de marzo porque con sus cuidados y prevenciones, no fiando del variable mes, había logrado que no enfermase ni una sola res, y llevó su burla a zaherirle con cancioncillas intencionadas; la cosa, como no podía ser menos, sentó muy mal al inconstante marzo, quien decidió vengarse de la pesada vieja y se dirigió a su hermano abril pidiéndole que le prestase tres días de su propio mes, con sol y buen tiempo, a cambio de otros tres suyos desapacibles y ventosos. Accedió el complaciente abril, y los tres buenos días engañaron a la vieja, que, confiando en las templadas temperaturas, descuidó su rebaño, para verse sorprendida por los tres días de marzo que abril incluyó entre los suyos, enfermando los animales, y hasta dicen que un remolino de viento se llevó a la vieja donde ya no pudo burlarse más del ofendido marzo.
La historieta de los “jóvenes de abril”, como se llama en tierras de la Corona a los tres últimos días de abril, no es sino la traducción de la inseguridad de los días que se diría que añoran el invierno aun bien entrada la primavera.
En suma, marzo glorificará al viento, y no parece justo que no se distinga con especial celebración en el valle del Ebro, donde el cierzo, el viejo “circius”, además de impedir el habla porque llenaba las bocas de quienes las abrían o derribar una carreta cargada de heno con su tiro, como escribieron los clásicos, sanea el fondo del valle y lo convierte en habitable. Suponemos que estará irritado porque atribuyamos al Moncayo lo que nace de un anticiclón propio, y tal vez por este motivo se exceda a veces en su cometido y pase de ser el viento suave que favorece el enraizamiento de las plantas, como decía un rural meteorólogo de mi pueblo, a azote de hombres y plantas. La cosa se agrava cuando por este tiempo la Luna pasa a fase de “nueva” o sale de ella, pues cualquier cosa que se tenga entre manos fracasará, y al decir cualquier cosa no sólo nos referimos a descoserse lo que se cosa o quemarse lo que se cocine o carecer de salud el nacido, sea persona o bestia, sino también cualquier cosa que el lector se imagina que pueda tenerse entre manos.
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