Los genes y el alma humana
Autor: Ana Díaz Sierra
En nuestra civilización científica y tecnológica, la ciencia sale de los laboratorios para insertarse en lo cotidiano. Antes, cuando alguien mostraba una gran pasión por alguna actividad (la música, el baile, etc.) se decía: “Es que lo lleva en la sangre…”; y hoy lo más frecuente es oír: “Es que lo lleva en los genes…”. Todo ha de expresarse en términos científicos, o justificarse científicamente para poder ser aceptado. Pero ¿puede la ciencia explicar toda la realidad?
El año 2001 ha sido el año de la publicación del “mapa genético humano”. Las expectativas del descubrimiento son amplísimas: “por fin acabaremos con el cáncer y todas las enfermedades incurables, por fin podremos saber por qué envejecemos y cómo evitarlo… por fin venceremos a la muerte”. Al día siguiente al de la publicación a nivel internacional del genoma humano se nos ofrecían reportajes en el telediario sobre la búsqueda del secreto de la inmortalidad.
Pero ¿hemos descubierto realmente el “elixir de la eterna juventud” del que tanto hablaban los alquimistas medievales? ¿Nos llevarán los genetistas a la tan soñada victoria sobre la muerte? ¿De qué estamos hablando exactamente cuando decimos “inmortalidad”? ¿Acaso hemos encontrado la tan buscada residencia del alma… en los genes?
Cuando se produce la reproducción, lo que ocurre es la combinación de parte de los genes de la madre con parte de los genes del padre, con lo que se puede afirmar que estos, al transmitirse de generación en generación, no desaparecen, no “mueren”. De aquí nace esa teoría del “gen egoísta”, que se ha hecho muy popular. Habrán oído en los documentales modernos:
“El león macho que se apropia de las hembras de una manada mata la anterior camada de estas para que sean sus propios genes los que se perpetúen, y no los del macho dominante anterior…”.
Esta es una afirmación reduccionista y poco científica, pues ¿acaso el león conoce que tiene genes? Pero implica esa idea del gen egoísta: que son sus genes, impulsados a sobrevivir, los que inducen ese comportamiento en los leones.
Esto nos lleva a la pregunta: ¿son inmortales los genes?
Evidentemente, no. Los genes de aquellos individuos que no llegan a reproducirse terminan desapareciendo, e incluso parte de la dotación genética del individuo que se reproduce también se pierde, ya que solo se combinan con los del sexo contrario la mitad de sus cromosomas. Por eso los hijos son distintos a sus padres.
Del mismo modo que no es el cerebro el que produce los pensamientos, sino el medio a través del cual estos pueden expresarse y memorizarse, los genes no dan la vida a quien los posee. Son un medio a través del cual se manifiesta la vida, y que permiten transmitirla. Pero los cadáveres no lo son porque les hayan abandonado sus genes. Es más, parece ser que está impresa la misma vejez en ellos: la famosa oveja clónica “Dolly”, partiendo de un embrión, tenía la misma edad que aquella de la que fue clonada.
Es decir: la vejez no es un error en la naturaleza, como podríamos considerar a las mutaciones o a la enfermedad, sino que está impresa en ella. Todos los seres vivos envejecen, se gastan, mueren. Desde el hombre hasta la hormiga, o hasta el árbol, aun habiendo algunos que pueden vivir cientos y hasta mil años.
La perdurabilidad de los genes a través de las generaciones y los efectos sobre los estados de humor de las hormonas, producidas por ellos, pueden hacer pensar a algunos que lo que los “antiguos” llamaban alma no es otra cosa que los genes, o que esta reside en ellos.
En las revistas de divulgación nos llegan algunas veces artículos sobre la “base química del amor”, y se establecen estadísticas sobre cuáles son los caracteres femeninos que más excitan a los hombres, o las semejanzas que las mujeres puedan encontrar en los hombres con su padre (complejo de Electra), etc. El caso es que la excitación sexual es un instinto, que, como en el caso de los animales, puede ser influido por factores de orden puramente biológico y bioquímico, como el efecto de las feromonas. Pero es imposible explicar mediante los mismos mecanismos el enamoramiento, que es un fenómeno psicológico muy complejo en que intervienen emociones y mente conjuntamente, y que no tiene como único objeto a aquellas mujeres que reúnen los mejores atributos para la maternidad ni a aquellos hombres que son los potencialmente mejores cazadores.
Pero, además, existen otros sentimientos y emociones que son propios del ser humano, como los sentimientos de culpabilidad, de solidaridad, el amor no a una persona sino a la Humanidad en su conjunto, la devoción, los sentimientos místicos, las emociones artísticas… ¿Podemos, acaso, explicar estos fenómenos bajo el prisma de la bioquímica? Aquel que lo pretenda, solo estará haciendo elucubraciones, sin más valor que las que pueda hacer el poeta o el místico.
Pues ante la pregunta: ¿son las reacciones químicas las que producen las emociones, o son las emociones las que desatan las reacciones químicas?, tendremos que admitir que, si bien en algunos casos patológicos (depresiones, por ejemplo) la química puede cambiar el estado de ánimo, lo normal es lo contrario, que son las emociones las que dan lugar a todo el proceso de secreción de hormonas. Es decir: no sentimos miedo porque la adrenalina nos suba, sino que, por que sentimos miedo, inducimos a nuestro organismo a secretar adrenalina, la cual activa el cuerpo para que reaccione ante el peligro.
La idea de inmortalidad, frente a la mutabilidad de todo lo que percibimos con los sentidos, ha sido inherente al hombre desde el principio de su existencia. Los primeros restos arqueológicos que avalan esta afirmación son los enterramientos del hombre prehistórico, del cual solo nos han quedado los restos de su industria lítica (técnica) y los enterramientos (a veces acompañados de adornos o flores). Esto significa que la idea de que la existencia no se acaba con la muerte es universal, y no una idea impuesta por los sacerdotes de determinadas religiones.
Según las antiguas enseñanzas, coexisten en el hombre una serie de principios de distinta naturaleza: podemos hablar de dos: cuerpo y alma; de tres: cuerpo, alma y espíritu; o de siete: cuerpo físico, cuerpo vital, cuerpo emocional, cuerpo mental concreto, mente superior, intuición y voluntad. Cualquiera que sea el autor o la cultura a la que hagamos referencia, todas ellas coinciden en lo mismo: el alma no es física, ni química… es inmaterial. No se puede medir, no se puede pesar, no se puede experimentar. No es asequible al estudio científico. Sin embargo, hay un principio en el ser humano que es capaz de entenderla. Siendo de naturaleza “inteligible”, la mente puede conectarse con ella y conocerla. Por eso en todas las culturas, en todos los tiempos, en todas las geografías, siempre se percibió como algo real, a pesar de no poder percibirla con los sentidos del cuerpo.
En Oriente se enseña que es el apego al cuerpo y a las cosas materiales, cambiantes y perecederas, lo que hace que tengamos miedo a la muerte. Y es precisamente ese apego a las cosas cambiantes de la vida sensible lo que nos hace ahora buscar la inmortalidad del cuerpo en los genes y en la genética. Pero, suponiendo que esto pueda llegar a producirse, ¿hasta qué punto puede ser una ventaja? ¿Qué implicaciones puede tener este empeño?
- Primero. No sabemos qué clase de efectos secundarios, debidos a las interacciones complejas entre los genes y entre las proteínas sintetizadas por ellos, podría tener una terapia genética contra el envejecimiento sobre el cuerpo, que va desgastándose con el paso de los años, frenando poco a poco la capacidad de reposición de los materiales viejos.
- Segundo. ¿Podrían tener acceso todas las personas a este tratamiento, o serían de nuevo aquellos que pueden pagarlo los privilegiados con la inmortalidad?
- Tercero. ¿Qué valores morales o éticos sobrevivirían en un mundo en el que uno puede comprarse la inmortalidad?
- Cuarto. Y ¿qué ocurrirá con el planeta si la población se dispara a consecuencia de la disminución e incluso desaparición de la mortalidad? ¿Se acabarían los nacimientos, desapareciendo los niños de la faz de la tierra? ¿Qué clase de novela de ciencia-ficción nos estamos preparando?
Hay una búsqueda de la inmortalidad muy distinta de esta que proponen los genetistas: la inmortalidad del alma, la cual se alcanzará, como han dicho los maestros y filósofos de todos los tiempos, a través de la virtud, del trabajo interior, del esfuerzo por superar los errores y las debilidades, trocándolos en virtudes. El camino hacia la inmortalidad, que no es sencillo, ha de recorrerse mediante el ejercicio de la voluntad, con inteligencia y, sobre todo, con amor: amor a la Verdad, amor a la Justicia, amor a la Humanidad. Potencias que, hoy por hoy, no se localizan en los genes, sino que son las cualidades del alma.
Pero no olvidemos que no podemos conocer el alma mediante la ciencia. Hay que sentirla dentro, hay que creer en ella. Si esto no ocurre, de nada sirve que nos pasemos tres días explicando las distintas ideas que a lo largo de la historia han intentado describir al alma, o los razonamientos múltiples que la justifican. En el fondo, es una cuestión de convicción interna, íntima. Una realidad que hay que vivir individualmente.
ANA DÍAZ SIERRA
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