Naturaleza constructora
Autor: Lorenzo Botto
Las maravillosas y complejas técnicas constructoras que aprenden para sobrevivir algunos seres vivos explica que necesiten, en algunos casos, varios años de aprendizaje comunitario.
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Respecto al uso de las herramientas por parte de los animales, resulta singular el caso de las nutrias de mar (Enhydra lutris). Con un peso de hasta 25 Kg, y una longitud de algo más de 130 cm, es el representante más fornido de la subfamilia Lutrinae, incluso más pesada que la nutria gigante del Amazonas.
Llevada casi al borde de la extinción por lo lustroso de su piel, puebla las aguas costeras de las Kuriles, las Aleutianas y golfo de Alaska, y la costa de California, y se ha reintroducido con éxito en otras zonas del Pacífico de Estados Unidos y Rusia. Como todas las nutrias, posee un cuerpo fusiforme, aplanado, patas cortas y una boca relativamente pequeña, que no delatan su régimen alimenticio preferido: los moluscos.
Las nutrias marinas se alimentan principalmente de animales con concha, orejas de mar, mejillones, almejas, aunque no desdeñan los erizos, de los que ejercen un control ecológico evitando que se conviertan en plaga. Pero no tiene una dentadura recia, ni pico, ni grandes garras para desalojar primero, y partir las conchas después, a su menú favorito. Así es que este representante marino de las nutrias tiene que utilizar instrumentos. Para desalojar un abulón, por ejemplo, del fondo marino, la nutria golpeará con una piedra el borde de la concha de este molusco. Sumergida de treinta a sesenta segundos, la misma piedra será usada durante veinte viajes o más.
Los alimentos siempre se suben a la superficie desde profundidades que pueden sobrepasar los 40 m, ya que la nutria marina jamás comerá dentro del agua. Cuando el alimento ha sido despegado del fondo, la nutria asciende y, en superficie, coloca una piedra sobre su pecho para utilizarla como yunque. Sube la piedra desde el lecho marino en un repliegue de piel en la axila, mientras toma la comida con las patas delanteras. Las piedras suelen ser planas y de unos 18 cm de diámetro. La nutria asirá con fuerza la concha y la golpeará con energía contra la piedra para poder así romper la dura protección de su jugoso almuerzo y engullirlo con satisfacción o dárselo a su cría, que durante el proceso ha observado meticulosamente lo que hace su madre, para repetirlo después en su vida como adulto.
Una sucesión ininterrumpida de dos a veintidós golpes, a razón de uno o dos por segundo, basta para lograr el objetivo.
En lugares arenosos o cenagosos, donde las piedras escasean o no existen, la nutria utilizará una almeja o un mejillón como instrumento.
Como último dato curioso explicaremos que no todas las nutrias marinas saben utilizar las piedras como herramientas. Las nutrias del mar de Alaska raramente lo hacen.
El alimoche hace lo mismo. El llamado «buitre sabio» (Aegyupirus monachus) gusta de paladear el interior de los huevos de avestruz que encuentra desprotegidos. Pero cualquiera que haya tenido que romper un cascarón de estos huevos comprenderá que no es nada fácil. El alimoche elige una piedra de tamaño y peso adecuado, y con su pico la lanza contra el huevo de manera que la parte sin derramar su contenido. A continuación se da un verdadero festín con su interior. Todos recordaremos el experimento que el doctor Félix Rodríguez de la Fuente realizó con un pollo de alimoche (capítulo «El buitre sabio», de la serie Fauna Ibérica), que sacó de un nido en los alrededores de Riba de Santiuste. Criado en solitario, y sin contacto con congéneres, fue capaz de repetir delante de las cámaras, después de algunos intentos, el comportamiento de sus primos africanos sin que nadie se lo hubiese enseñado. Una actuación de óscar.
Muchos otros animales, y no solo mamíferos, utilizan herramientas, y hoy en día no es, como debió de ocurrir hace tan solo ochenta o noventa años, un descrédito afirmar que el hombre no es el único en usarlas.
Un mundo a oscuras
Y tampoco somos, como venimos comprobando a lo largo de estas páginas, los únicos que realizamos construcciones más o menos complejas.
Veamos, como primer ejemplo, los topos dorados. Estos animalitos, de entre 7 y 20 cm de largo, construyen un sistema de galerías que puede alcanzar los 95 cm de profundidad y tener más de 240 m de túneles. Al igual que en la mayoría de los sistemas de guaridas subterráneas, estos auténticos sistemas de minas poseen cámaras especiales para determinadas actividades, donde destacan la cámara de cría, almacenes para alimentos o letrinas. Algo similar a lo que ya estudiamos en el caso de los hormigueros, aunque estos animales, como la mayoría, son solitarios. Entre los mamíferos no se da la especialización de los insectos sociales… salvo en un caso conocido.
¿Ratas u hormigas?
Se trata de los batiergos, ratas topo o ratones cavadores lampiños (Heterocephalus glaber), de Etiopía, Somalia y Kenia. Coloniales, en cada colonia solo procrea una pareja. Machos y hembras restantes pertenecen a castas distintas por su tamaño o función. Los batiergos de la casta obrera son los más numerosos, pero también los de tamaño más pequeño. Otra casta no obrera, de tamaño mayor, aunque menores en número, se pasan mucho tiempo con la hembra reproductora, quizás protegiéndola. Son los que se enfrentan a colonias rivales cuando por casualidad tropiezan y se cruzan sus túneles.
Las crías son cuidadas por todos, pero solo la hembra «reina» se encarga de amamantarlas. Estas crías engrosan las filas de los obreros, pero alguna de ellas puede llegar a aumentar de tamaño lo suficiente para engrosar las filas de los soldados.
Todos los machos y hembras son fértiles, porque cualquiera de ellos puede emigrar y fundar una colonia. Cuando la reina muere, una hembra crecerá y madurará sexualmente para ocupar su lugar. Sin peleas, sin enfrentamientos. Como si estuviera previsto de antemano quién debe tener la sucesión del gobierno de la colonia donde, de no trabajar en grupo, probablemente no sobreviviría ninguno, debido al poco alimento disponible. Aunque este tipo de control se realiza químicamente mediante feromonas y hormonas de crecimiento, el mérito de esta solución biológica sigue siendo muy alto, sobre todo si intentamos compararla con algunos momentos, más dignos de olvido, de la propia historia humana…
El trabajo en las galerías se hace en grupo. Una fila de obreros perfora túneles de manera que los dientes del que está en cabeza rascarán la tierra, que empujará hacia atrás. El que le sigue la arrastrará al siguiente, y así sucesivamente hasta el último, que la esparcirá y la alisará. Cuando se cansa el batiergo que va en cabeza, es relevado por el segundo, que pasará por encima de él a horcajadas.
Megalópolis subterráneas
Si seguimos hablando, o en este caso escribiendo, acerca de animales de vida más o menos común en galerías subterráneas, no podemos dejar de lado al titán de estas estructuras. Se trata del trabajo realizado por un roedor de la familia de las ardillas terrestres (Sciuridae), emparentado asimismo con las marmotas.
De cuerpo compacto, regordete, con pelaje color canela pajizo, fuertes uñas, típica cara traviesa, sin la poblada cola de sus primas arbóreas, estas ardillas terrestres son claramente identificables por el peculiar sonido que emiten para comunicarse entre sí, similar a un ladrido. Se trata del perrito de las praderas americano, cuya mención se realiza en textos occidentales por primera vez en las memorias de Coronado (s. XVI).
El llamado perrito de las praderas representa, en realidad, a cinco especies distintas, todas del género Cynomys (término que viene a significar algo así como «perro ratón»), que se reparten el medio oeste desde Saskatchewan, en Canadá, hasta el norte de México. Miden entre 28 y 33 cm.
Sus sistemas de galerías no tienen comparación (salvo las del caso de la hormiga argentina) en el reino animal. Se ha llegado a hablar de sistemas de galerías de 40.000 km2 ocupadas por más de 400.000.000 de individuos, que se reconocen como pertenecientes a la misma colonia. No es de extrañar que el término empleado para hablar de las galerías de los perritos de las praderas sea el de «ciudad».
Las ciudades de los perritos son tremendamente «urbanas». Cada familia ocupa una cueva, con distintos apartamentos que incluyen las ya conocidas cámaras de cría, dormitorios, despensas, etc. Un macho con varias hembras pululará cerca de ellas, aceptándolas como propias, y rara vez será desalojado por un rival más fuerte, dado que la cohesión interna es muy alta. Un clan emparentado entre sí, de aproximadamente unos veinte individuos, ocupará un barrio de una de estas ciudades.
Como hay muchos depredadores acechantes, las ciudades de los perritos de las praderas poseen varias salidas, y tanto estas como la entrada principal están construidas sobre un montículo en forma de cono, para evitar que se inunden cuando existen desbordamientos o crecidas, y para utilizarlas como observatorios desde los que otear las llanuras donde viven.
No poseen el instinto cooperativo de hormigas o batiergos, y cada familia vive su propia vida. No obstante, establecen múltiples contactos entre los individuos de una misma ciudad, que incluyen olisqueos, ladridos y el «beso», roce realizado entre adultos con la boca abierta, mostrando los incisivos. Esta conducta igual puede suponer un saludo como, si se realiza entre extraños pertenecientes a dos ciudades diferentes, una amenaza. El peculiar ladrido por el que reciben su nombre común llega a tener once modalidades diferentes, con las que intercambian distintos mensajes, apoyados por las posturas corporales. Además, los individuos jóvenes gustan de ocuparse de las crías de otras parejas, y siempre se encontrará algún adulto avispado montando guardia sobre el montón de tierra de la entrada, dispuesto a señalar con sus escandalosas voces la presencia del coyote o de algún águila oportunista.
Las ciudades son defendidas en grupo por los adultos frente a colonias vecinas, o a intentos de invasión de individuos errantes, sobre todo en otoño e invierno. En primavera, no obstante, hay un amigable “vecineo” que permite el intercambio de individuos o pequeños grupos, sobre todo jóvenes, que gustan de mudarse de su propia ciudad para ver mundo o conocer inquilinos más interesantes que los de su hogar de origen. Poco a poco estas colonias engrosan las filas de urbanitas que en ellas moran. Cuando se alcanza una superpoblación, los que emigran no son los débiles. Los adultos dejan la ciudad a sus crías, y se marchan a cavar otra.
Una ciudad de perritos consume gran cantidad de vegetales, ya que son herbívoros estrictos. El mar de hierba que constituye la pradera americana, lugar donde podríamos encontrar a este simpático roedor, es un paisaje muy apto para la emboscada de los enemigos del perrito de las praderas. Pero la actividad de miles de estas ardillas terrestres han, literalmente, segado enormes extensiones de terreno donde el único ataque por sorpresa vendría desde el cielo. Con su forrajeo impiden que las hierbas altas, perennes, se regeneren, creciendo en su lugar otras más pequeñas y jugosas, de crecimiento rápido, de las que se alimentan, y que no alcanzan la altura que imposibilite una buena visibilidad. Es decir, en otras palabras: modelan su entorno para buscar mayor seguridad.
En la actualidad es muy difícil encontrar a los perritos de las praderas fuera de los límites de los parques nacionales americanos. Aunque otrora resultasen tremendamente abundantes y la visión normal de un vaquero fuera el correteo bullicioso de estas pequeñas criaturas a lo largo y ancho del horizonte, poco a poco la presión del hombre los ha ido exterminando. El perrito de las praderas mejicano y el de Gunnison han entrado en la macabra lista de especies en peligro de extinción. Y es una pena, ya que, dado su carácter fuertemente social, vivaracho, inteligente y despierto, resultan muy buenos como mascotas. De hecho, se recomienda su cría en cautividad a personas de vida solitaria y aislada, como ancianos, con los que establecen unos lazos, si cabe, más fuertes que los de un can doméstico. Eso sí, que nadie piense en adoptarlos si no está dispuesto a pasar por lo menos un período de cuatro horas con ellos, tiempo mínimo requerido para compensar las relaciones que, de vivir en libertad, tendría con sus allegados.
Ingeniero de caminos, canales y puertos
Del último mamífero que vamos a hablar, aunque no del último constructor, se ha escrito mucho y bien. Para unos es un auténtico estorbo. Para otros, el mejor ingeniero de la naturaleza. La Facultad de Ingeniería Civil lo tiene por animal emblema, y con frecuencia se denominan con su nombre.
Hablamos del castor.
El castor es un animal regordete que se incluye en el orden de los Herbívoros, dentro de la familia Castoridae. Existen dos especies de castores, el castor europeo (Castor fiber) y el americano (Castor canadiensis). Hoy por hoy, el castor europeo se encuentra tan solo en determinadas zonas del Ródano, el Elba y Rusia Central.
Son los segundos roedores con más peso, superando en ocasiones los treinta kilos. Suelen medir alrededor de 75 cm de largo por unos 30 de alto. Están adaptados para una vida acuática. Su cuerpo en forma de torpedo posee una característica cola escamosa, aplanada en sentido horizontal, que le sirve de timón y para lograr un empuje extra cuando nada, para alejarse de sus enemigos. También puede golpear el agua con la cola, así que le sirve como medio de comunicación con el resto de su familia. En otras ocasiones se sirve de la misma para transportar barro.
Las patas traseras están palmeadas, como las de las anátidas, y ello le permite nadar extraordinariamente bien. Incluso mejor que su mortal enemiga, la nutria, con la que no se lleva especialmente bien. Esta última es carnívora y se aprovecha del pescado que se cría en los lagos que el castor fabrica.
El castor puede llegar a permanecer más de veinte minutos bajo el agua. Cuando se zambulle, la nariz y las orejas se cierran, y los ojos quedan cubiertos por una membrana que los recubre. La garganta, por el contrario, puede bloquearse detrás de la lengua, y los labios detrás de los incisivos, lo que le permite seguir trabajando cuando bucea, royendo o transportando ramas, sin peligro de ahogarse. Estos dientes, modelados en forma de cincel, son ligeramente curvos, se afilan uno contra otro adquiriendo el bisel de un cincel, y constituyen su mejor herramienta de trabajo. Como en el resto de los roedores, no se gastan nunca, sino que crecen a medida que se desgastan por el uso.
Los castores viven en unidades familiares cerradas, mal denominadas colonias. En general, pueden constar de una pareja adulta y reproductora, monógama y emparejada de por vida, las crías del año, aún demasiado inmaduras, algunos jóvenes de entre doce y veinticuatro meses de edad, la prole del año anterior, y también algún que otro semiadulto rezagado y comodón de mayor edad, que la mayor parte de las veces no procrea. El tiempo invertido en la crianza de los pequeños resulta fundamental, sobre todo si lo comparamos con la tasa de reproducción del resto de roedores. La hembra dominante no parirá más que una vez por año, y a un número muy reducido de retoños, de uno a cinco en el castor europeo y hasta ocho en el americano. Sin embargo, la tasa de supervivencia sí es de las más altas, dado que estas crías pasan dos años en el seno de una familia que se preocupa por ellos, y a los que otorgan poco a poco responsabilidades, hasta alcanzar definitivamente el período de madurez.
La familia se estructura como una jerarquía, donde los miembros de mayor edad se imponen por gestos y vocalizaciones a los más jóvenes. Domina el macho, que se aparea en el agua con su pareja. El alumbramiento se produce en el seno de la cámara familiar, y los pequeñuelos disfrutan del cuidado de toda la familia. Aunque a las pocas horas son capaces de nadar, su pequeño tamaño les impide hacerlo, por lo que pasan seis semanas de amamantamiento en régimen de clausura, cuidados por la madre, mientras el resto de sus hermanos y parientes colaboran con el macho trayendo comida sólida. Las complejas técnicas que tienen que aprender para sobrevivir (talado y construcción de presas, madrigueras y canales) explica que necesiten dos años de aprendizaje comunitario.
La comida la obtienen de las orillas de los lugares donde viven. Durante la primavera y verano consiste en vegetación blanda, mientras que en otoño se compone básicamente de cortezas de árbol. En invierno paladean las exquisiteces que han tenido la previsión de guardar dentro de su laguna particular, bajo el nivel del agua, que con tan bajas temperaturas, les sirve de refrigerador.
A los dos años, suelen emanciparse, y los pequeños castores se marchan a vivir mundo y a fundar su propia familia. Lo normal es que no se alejen más de unos cincuenta kilómetros, pero se han dado casos de castores jóvenes que han llegado a instalarse a 250 kilómetros de su hogar de origen.
Conviene destacar, antes de adentrarnos en las maravillas de sus técnicas constructoras, que pocos animales han influido tanto en la exploración, historia y economía como el castor americano. Es el responsable directo de la exploración de amplias zonas del Nuevo Mundo, debido a la moda de confeccionar gorros con su piel allá por el siglo XVIII, que llevó a aventureros y comerciantes a abrir rutas en el norte de América, para encontrar y controlar el suministro de este valioso material. Francia e Inglaterra libraron la Guerra de los Siete Años (1756-1763) por el dominio de los territorios de caza de este experto ingeniero.
Mejorando el ecosistema
La actividad constructora del castor le lleva a modificar el medio ambiente en el que vive de una manera tan solo comparable a la que realiza el hombre. Obtienen seguridad, dado que el castor es enormemente torpe en tierra, y busca siempre el agua cuando de huir se trata (aunque sus incisivos lo convierten en un rival poderoso, incluso frente al lobo). Al extender el nivel del agua, alcanza las plantas y árboles de los que se alimenta simplemente nadando.
Estabilizan los niveles de agua, permitiendo la presencia de esta cuando el año viene malo en lluvias.
Realizan un enorme favor a otros grandes herbívoros forestales, ciervos, alces y wapitíes, que se alimentan de la hierba que crece en los únicos lugares en que puede crecer en la intrincada selva fría del norte: los claros abiertos por el castor. Sus lagunas, además, acaban por colmatarse, como todas las presas, y ofrecen la posibilidad de que se desarrolle una vegetación de pradera donde solo habría árboles.
Dentro de las embalsadas aguas, se reproducen y crían con mucha más facilidad una variadísima gama de peces, que sirven, por otra parte, de alimento a una compleja escala de carnívoros que no solo incluye a la ingrata nutria, sino a osos, cánidos y felinos de todo tipo.
Las lagunas artificiales que el castor tiene la amabilidad de construir, por último, son, en la mayoría de los casos, el principal hábitat reproductor de patos, ánsares, ánades, fochas y un variadísimo etcétera, que se benefician de un lugar tranquilo y a salvo de depredadores, con un sistema de vigilancia añadido que consiste en una docena larga de castores repartidos por el embalse, atareados en sus quehaceres ingenieriles, y que darán la voz de alarma al primer indicio de peligro.
Principales construcciones
De las obras capaces de realizar, embalses, madrigueras y canales, la más sencilla es la de los canales, y es probable que el castor comenzara su acervo de experiencias por ellos. Con sus garras, los castores desprenden el barro del fondo de arroyos y regatos pantanosos, que, con ayuda de patas y cola, agolpan en los márgenes, creando así pasillos acuáticos por los que deambular en busca de alimento, o que utilizan como pistas de transporte de materiales para otras obras hidráulicas. En Canadá, estos canales pueden tener de quinientos a seiscientos metros de largo, y ser tan profundos que permitan el paso de una canoa.
Las presas son construidas en pequeños arroyos para embalsar agua, y para ello utilizan barro, piedras, tallos y ramas. Estas lagunas brindan una seguridad extra a las madrigueras ante el ataque de los depredadores, y permiten una búsqueda de alimentos a distancias mayores. El castor se preocupa mucho de que el nivel de agua obtenido sea lo suficientemente profundo para permitir que la entrada a su hogar quede bien sumergida en el agua, y además que los miembros de la familia puedan ir buceando desde ella a su lugar de almacenamiento de comida.
El trabajo es repartido entre toda la familia. Con los incisivos, los mayores talan los árboles que los más jóvenes despojan de ramas y corteza. Los adultos también se encargan de clavarlos profundamente en el cauce de la corriente fluvial que han elegido como morada. Con sus pequeñas y ágiles manos, arrancan barro y piedras de márgenes y fondos de arroyos, que transportan mediante sus patas delanteras o en la cola, y que entrelazan con ramas arrastradas con los incisivos. Los castores continúan añadiendo ramas, piedras y barro hasta conseguir una sólida construcción que puede alcanzar los tres metros de altura, y más de cien de largo. En el Parque Nacional de las Montañas Rocosas, Colorado, llegó a registrarse una que alcanzó los trescientos metros de longitud. Estas presas son muy vigiladas, y mediante el oído detectan los lugares con fugas, que inmediatamente son reparados. El mantenimiento de estas estructuras se realiza durante todo el año, especialmente en época de crecida, primavera y otoño. Las hembras adultas de la familia, una vez más, son las que se muestran más activas dentro de esta empresa de construcción.
Para destruir una de estas presas es necesario utilizar como mínimo dinamita. Si un propietario de terrenos observa alarmado que una familia de castores se ha instalado en su propiedad, y que su afán constructor amenaza con destruir las casas o graneros que imprudentemente levantó cerca del arroyo vecino, suele recurrir a un par de cartuchos bien colocados a lo largo de la línea de la presa del castor. Al saltar por los aires, se modifica el ruido del agua que cae, y el castor localiza los lugares precisos en que la presa se ha roto. Sin embargo, es usual que nuestro propietario compruebe que en una sola noche una familia de afanados castores es capaz de reponer todo el material perdido, disponiendo a la mañana siguiente de otro sólido muro de vegetales y barro, si cabe mejor trabados que los anteriores. Los castores son muy tozudos, una vez encontrado su emplazamiento perfecto. De hecho, no se les suele poder desalojar. O se les mata, o es mejor mudarse, reconociendo la derrota.
La guarida de un castor consiste en un gran montón de palos y barro de forma cónica, siempre en el agua. La comienza excavando en los ribazos del lugar donde está levantando su presa. Con dientes y garras, perfora un túnel horizontal que después gira hacia arriba, hasta salir a la superficie. A medida que el nivel del agua se va elevando, el castor acumula ramas, tallos y barro. Si el nivel se eleva mucho, lo apuntala con gruesos troncos. Conforme se crea el embalse, la madriguera se va completando con diversas cámaras y con material que, en una guarida por lo común rodeada ya de agua por todas partes, el castor arrastra cómodamente por la superficie del líquido elemento. Estos conos terminan en una chimenea de aireación, cuyo mantenimiento en invierno es la única causa por la que se puede ver a este animal en el exterior.
El resultado es una amplia vivienda unifamiliar, con dormitorio, sala de estar y despensa, con una segura entrada sumergida y alguna otra salida de emergencia, y con gruesas paredes de barro helado, aislantes frente al frío que se avecina, e imposible de perforar por vecinos de intenciones dudosas. La cámara principal puede medir en el interior de esta estructura hasta dos metros y medio de ancho por uno de alto. Se han visto guaridas muy viejas de castor de hasta cuatro metros de altura.
No muy lejos, el castor y su familia amontonarán la comida de la que se alimentarán durante el invierno, en que permanece despierto, y a la que acceden, como ya indicamos, buceando, sin tener por qué arriesgarse a salir a la superficie.
LORENZO BOTTO
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