El tiempo se nos escapa
ALFREDO AGUILAR
Solemos quejarnos de falta de tiempo en algunas circunstancias o echarle la culpa de muchos de nuestros problemas. El caso es que sentimos que con la aceleración de los tiempos el problema se complica en vez de resolverse, y por más que nos apoyamos en la última tecnología casi nunca logramos tener todo a tiempo o con un margen suficiente para corrección y detalles finales. Antes bien, somos casi devotos del «placer del último minuto», lo que no deja de tener su aura épico-romántica, sobre todo al recordar cómo logramos, pese a todo, salir adelante, y eso prueba una vez más a nuestros ojos que lo que nos falta es realmente tiempo.
Cabe preguntarnos si esto fue siempre así, si hemos mejorado en este sentido con el tiempo y si las experiencias han sido debidamente aprovechadas.
A finales de los años cincuenta, la mayoría de los analistas formulaba seriamente la hipótesis de que, a muy corto plazo, la semana de trabajo sería de apenas cuatro días. La convicción generalizada por entonces era que el desarrollo económico conduciría de manera inevitable a una disminución del tiempo de trabajo.
De acuerdo con estas predicciones, hoy podríamos, o tal vez deberíamos, tener una semana de trabajo de 22 horas, un año de trabajo de apenas seis meses, y la posibilidad de jubilarnos a los 38 años de edad. No es de extrañar que con semejantes expectativas los expertos de entonces comenzaran a preocuparse sobre el problema del aburrimiento que atacaría a los individuos en una sociedad con tanto tiempo libre. En 1959, el Harvard Business Review se interrogaba sobre lo que harían los norteamericanos con tanto tiempo ocioso, y el peligro de que el tedio, que ensombrecía la vida de los aristócratas, se tornara en una maldición para el hombre común.
La verdad es que, si bien el nivel de productividad del trabajador norteamericano, por poner un ejemplo, se ha más que duplicado desde 1948, el tiempo libre no lo hizo en la misma medida. Se mide la productividad por la cantidad de bienes y servicios que resultan de cada hora de trabajo. Cuando esta aumenta, un trabajador puede producir el mismo objeto en menos tiempo o trabajar el mismo número de horas para producir más. Así, cada vez que se verifica un aumento de la productividad, tenemos la posibilidad de tener más tiempo libre o, en su defecto, más dinero. Este sería el dividendo de la productividad.
Hoy somos capaces de producir lo mismo en la mitad de tiempo que en 1948, lo que en teoría y siguiendo una proyección lineal permitiría optar por un día de cuatro horas o un año de trabajo de seis meses. La realidad, por supuesto, es muy diferente, ya que a medida que las personas se fueron habituando a las recompensas materiales de la prosperidad, el deseo de tiempo libre se fue trocando por un énfasis en el consumo como medio de satisfacer y al mismo tiempo dar un sentido a sus vidas. Tanto en el trabajo como en casa, el progreso económico se tradujo en más bienes y servicios en lugar de más tiempo libre. Es decir, que se trabaja para consumir antes que para descansar.
Tener más no es siempre lo mejor
A pesar de que hace tan solo una generación los sociólogos preveían que las computadoras harían crecer la productividad de tal manera que sería posible al trabajador norteamericano tener un fin de semana de tres días, hoy sabemos que su tiempo de trabajo en los últimos veinticinco años ha crecido de manera constante, y que la presión competitiva de la globalización económica lleva los mismos síntomas a todas partes del mundo.
En lugar de una era de ocio y tiempo libre, los ordenadores portátiles, teléfonos móviles, correo electrónico y lo que venga, permiten y de alguna manera invitan a trabajar dondequiera que uno se encuentre y en todo momento. Se da el caso de ejecutivos de grandes multinacionales proclamando abiertamente que las personas que trabajan para ellos deben tener teléfonos hasta en el cuarto de baño. Es decir, que se desarrolla un verdadero cordón umbilical entre las empresas y sus empleados, a los que ya no solo se les exige un conocimiento específico, sea este técnico o funcional, sino un empeño total, intelectual y personal.
Para garantizar una lealtad completa y hacerles aceptar la exigencia de un esfuerzo creciente, es preciso reforzar los lazos emocionales, multiplicando las ocasiones de contacto fuera del trabajo formal y aproximando la familia a la empresa. Esto lleva en la práctica a organizar la vida familiar del empleado de manera que su tiempo libre esté casi todo dirigido en función de la empresa.
Se ha verificado que en el transcurso de las dos últimas décadas el trabajo se volvió para una gran mayoría el centro vital de su existencia, al punto de que cuando se pregunta a muchas personas dónde tienen la impresión de ser verdaderamente apreciadas, la respuesta mayoritaria es en el lugar de trabajo. Las personas pasan a disponer de una especie de familia secundaria asociada a su universo profesional, que muchas veces parece más interesante que la que tienen en casa. De ahí que muchos padres con niños pequeños confiesen que ven con alivio la llegada del lunes; de alguna manera, la vida familiar y el empleo se han intercambiado. No es de sorprender, por lo tanto, la abundancia de casos de mala vida familiar al lado de una vida profesional excelente.
¿Tener menos puede ser más?
En la última década, han aparecido una serie de libros que muestran casos de parejas y personas que hallan una forma de salir de lo que la socióloga norteamericana Juliet Schor describe como «el ciclo infernal de trabajar y gastar». Algunos lo hicieron al leer las experiencias de otros, pero también hubo quien lo hizo por sentir que su vida se le escapaba de las manos. El malestar por el exceso de trabajo y el estrés acumulado por falta de tiempo para ellos mismos hizo que estudiaran cada vez más la posibilidad de «tener una vida propia». La exigencia implacable de un rendimiento profesional sin mácula donde las horas de trabajo, por imperativos de competitividad, incluyen muchas veces los fines de semana, y donde los teléfonos móviles nunca paran de sonar tornando la geografía en algo irrelevante y el hogar en un prolongamiento del local de trabajo, hacen que precisamente estos momentos supuestamente de descanso sean de intenso desgaste, ya que además hay que resolver los asuntos domésticos pendientes y reencontrar un espacio para la afectividad.
Comprar cosas y gastar dinero se torna poco a poco en un escape del absurdo cotidiano. Pero esta es una ilusión que dura poco tiempo, ya que el consumo implica siempre más trabajo… para responder a la condición perversa del crédito de plástico y poder tener acceso a más consumo.
Así que muchos han tratado de simplificar sus vidas, a pesar de una reducción nada despreciable en sus ingresos, que se puede resumir en «tener más tiempo, menos estrés y una vida más equilibrada». Los estudios efectuados demuestran que más de la mitad de los interrogados (55%) consideró el cambio como definitivo, y en un 85% de los casos la satisfacción era total. Sienten que han arribado a una vivencia privilegiada «en que el tiempo y la calidad de vida se tornan más importantes que el dinero».
Esta tendencia, sin embargo, está lejos de ser mayoritaria, y datos oficiales indican que el tiempo promedio de trabajo de un asalariado fue de 47,1 horas semanales en 1998, frente a las 43,8 de 1992. Una persona de cada tres afirma tener que llevar trabajo a casa por lo menos una vez a la semana, y una de cada cinco pasa regularmente noches fuera de casa por razones profesionales.
La idea comúnmente aceptada de que en el pasado las personas trabajaban más que hoy tampoco parece tener mucha base, ya que algunos autores, como Robert Kurz, piensan que cuando se analiza la Historia, encontramos precisamente lo contrario, es decir, que los artesanos y campesinos trabajaban menos que los trabajadores y empresarios de hoy en día. Sea como fuere, el punto que trata de establecer es que después de la invención de las tecnologías, que supuestamente ahorrarían tiempo y liberarían a las personas de trabajo, tenemos que trabajar más que antes de su existencia.
Negocios a la velocidad del pensamiento
Este es el título del nuevo libro de Bill Gates, que apuesta por la vulgarización cada vez más acelerada de las actuales tecnologías de comunicación en todo el planeta gracias al nuevo salto cuántico, que implica la llegada de procesadores con velocidad superior a 1000 Mhz, la imagen tridimensional, las cámaras digitales y el reconocimiento de la voz, la imagen y la integración de la total interconectividad. Para el fundador de Microsoft, la década de los ochenta fue la de la calidad, la de los noventa la de la reorganización, y la primera década del dos mil será la de la velocidad.
Gates se pregunta respecto a la velocidad con que la naturaleza de los negocios podrá cambiar y con que los negocios mismos serán efectuados, y el modo en que el acceso a la información alterará el estilo de vida de los consumidores y sus expectativas de negocios. Estima que los efectos de la reorganización de los noventa son cada vez más visibles y que el uso de las herramientas digitales por el mundo empresarial continúa dentro de la tónica habitual, pero que en general todas esas utilizaciones se limitan apenas a automatizar procedimientos ya antiguos. Son muy pocas las empresas, en su opinión, que usan la tecnología digital para crear nuevos procedimientos que mejoren radicalmente su modo de funcionamiento, para aprovechar el máximo nivel de beneficios de las capacidades de todos sus empleados y para darles la capacidad de respuesta que estos necesitan para competir en el emergente mundo acelerado de los negocios.
La revolución de los microprocesadores está a punto de crear toda una nueva generación de dispositivos digitales para uso personal, como computadores de bolsillo, PC a bordo de los automóviles, tarjetas de crédito inteligentes y muchos más. Piensa que en el futuro los dispositivos digitales portátiles nos mantendrán constantemente en contacto con otros sistemas y otras personas. Y aún hay más, ya que, por ejemplo, dispositivos de día a día como contadores de agua y electricidad, o sistemas de seguridad para automóviles, también estarán conectados, manteniéndonos constantemente informados sobre su utilización y estado de funcionamiento. En su conjunto, nos dice, modificarán radicalmente los estilos de vida y el mundo de los negocios.
Tenemos o no tenemos tiempo
Ante la avalancha de sucesos que se nos vienen encima es difícil saber si reír o llorar, si es que llegamos a tener tiempo para hacerlo. Se supone que estas cosas están para hacernos la vida más fácil, pero ya vemos que ese no es siempre el caso, y terminamos muchas veces dedicándoles más tiempo que el que nos hacen ahorrar.
Se supone que en la economía moderna, el tiempo economizado por las máquinas, o por lo que las reemplace, sea digital o lo que fuere, debería ser utilizado en beneficio de las personas que producen. Pero el objetivo intrínseco del sistema económico es producir más y a esto se dirige el tiempo ganado. La economía de tiempo resulta así hoy, o en más trabajo, o en desempleo. Ahora bien, gracias a la microelectrónica, el modelo parece ser que ha llegado a un límite, ya que la economía de tiempo generada por esta es tan grande que no se consigue, al parecer, transformarla en trabajo, tan solo en desempleo. Esta, a su vez, es una forma desagradable de tiempo libre que obviamente muchas personas evitan como la peste… mientras pueden.
Otro punto muy importante y del que muchos autores raramente se ocupan es el hecho de que el trabajo es inherente al hombre, independientemente de su rendimiento monetario, y que verlo meramente como productor o consumidor podrá rendir muchos dividendos para algunos pero a la larga deshumaniza. No deja de ser de alguna manera interesante el caso de aquellas personas que han reducido su capacidad económica a fin de mejorar su calidad de vida, pero es igualmente utópico pensar que esa sería la solución radical al problema de manera global. En nuestra opinión puede funcionar en ciertos sectores de la población con capacidad y conocimientos, además de financiamiento inicial, para comenzar su aventura después de darse una «buena vida», o de vivir a toda velocidad, pero de ahí a ser aplicable a todos, francamente no. No es lo mismo descender de una posición de privilegio, por más llena de estrés que sea, que subir de una posición de pobreza con más esperanzas que posibilidades.
Es más importante darnos cuenta de que los medios que nos aporta la tecnología están para servirnos y hacernos la vida más llevadera, no para servirlos nosotros a ellos. Serán buenos dependiendo de cómo y para qué se usen, ya que también pueden ser mal usados, y nos ahorrarán tiempo si realmente sabemos lo que queremos hacer con ellos, y nos harán perderlo, aunque aparentemente se gane, si no tenemos una finalidad clara. De nada vale correr mucho si no se sabe qué hacer al final de la carrera. Nos preocupamos tanto de los medios que nos hemos olvidado de los fines, en parte porque la sociedad en que vivimos no gusta de las finalidades y es muy poco lo que en medio de tanta aceleración nos lleva a buscarlas. No solo hay que pensar en tener más tiempo, sino, y muy seriamente, en qué vamos a hacer con él.
El tiempo se nos escapa… y tenemos que alcanzarlo, aunque no haya tiempo.
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