Desde sus inicios, la actividad del filósofo se ha venido relacionando muy directamente con el diálogo, esa forma elaborada de la conversación, que conduce al descubrimiento de alguna verdad importante para la vida. Así nos lo enseñó Platón, transmitiéndonos con extraordinaria eficacia la experiencia de los diálogos que presidía y conducía Sócrates.
Los interlocutores con sus intervenciones iban preparando el terreno para que la sabiduría se presentase de alguna manera, a veces en las palabras de una sacerdotisa, como Diótima de Mantinea en el Banquete, o en un relato que un guerrero, como Er en la República.
Cuando hemos escenificado en las sedes de Nueva Acrópolis algunos de los diálogos platónicos hemos podido comprobar la eficacia del sistema socrático que nos ha llevado a memorables veladas , en las que el tiempo parece detenerse y un sentimiento de confortadora amistad nos envuelve.
La filosofía, que es el quehacer de los buscadores de la sabiduría, nos exige que nos ejercitemos en el arte de dialogar, con el ánimo de compartir nuestros afanes y las ideas que van iluminando nuestro esfuerzo.
El diálogo requiere no solo saber lo que se quiere decir sino sobre todo tener en cuenta al otro, saber escucharlo y comprenderlo, no sentirse en posesión de ninguna verdad absoluta, estar dispuesto a compartir los hallazgos o las convicciones y la siempre valiosa experiencia. Y una vez más, el divino Platón es el mejor guía que podemos encontrar.
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