Los retratos de filósofos de José de Ribera
Autor: Lisardo García Rodulfo
Índice
1.- Breve Biografía
José de Ribera y Cucó nació en Játiva en 1591, hijo de Simón un zapatero de profesión, y de Margarita Cucó. Tuvo un hermano llamado Juan que también hubo de dedicarse a la pintura, aunque muy poco se sabe de él.
Se cree que José de Ribera inició su aprendizaje con Francisco Ribalta, que tenía un taller muy frecuentado; pero al no conocerse obras de esta etapa, tal deducción es difícil de comprobar.
Ribera decidió marchar a Italia, donde seguiría las huellas de Caravaggio. Siendo aún adolescente inició su viaje, primero al norte, a Cremona, Milán y a Parma, para ir luego a Roma, donde el artista conoció tanto la pintura clasicista de Reni y Ludovico Carracci como el áspero tenebrismo que desarrollaban los caravagistas holandeses residentes en la ciudad. La reciente identificación de varias de sus obras juveniles demuestra que Ribera fue uno de los primerísimos seguidores de Caravaggio; incluso se ha conjeturado que pudo conocerle personalmente ya que su traslado de Valencia a Italia hubo de ser anterior a lo que los expertos creían.
Finalmente, Ribera decidió instalarse en Nápoles, acaso al intuir que captaría una mayor clientela; la región era un virreinato español y vivía una etapa de opulencia comercial que fomentaba el mecenazgo artístico. La Iglesia católica y coleccionistas privados (varios de ellos españoles como él) serían sus principales clientes.
En el verano de 1616 desembarcó Ribera en la famosa metrópoli a la sombra del Vesubio. Pronto se asentó en la casa del anciano pintor Giovanni Bernardino Azzolini, pintor. Sólo tres meses después se casó Ribera con la hija de Azzolini, de dieciséis años de edad.
Había acabado su viaje, pero comenzaba el apogeo de su arte. En pocos años, José de Ribera, al que llamaron lo Spagnoletto, adquirió fama europea, gracias en gran parte a sus grabados; se sabe que incluso Rembrandt los tenía.
El uso del tenebrismo de Caravaggio fue su punto fuerte, si bien en su madurez evolucionaría hacia un estilo más ecléctico y luminoso. Inició una intensa producción que lo mantuvo alejado de su España, a donde nunca regresó, pero se sintió unido a su país gracias a que Nápoles era un virreinato español y punto de encuentro entre dos culturas figurativas, la ibérica y la italiana.
El apoyo de los virreyes y de otros altos cargos de origen español explica que sus obras llegasen en abundancia a Madrid; actualmente el Museo del Prado posee más de cuarenta cuadros suyos. Ya en vida era famoso en su tierra natal y prueba de ello es que Velázquez le visitó en Nápoles en 1630.
La fusión de influencias italianas y españolas dio lugar a obras como el Sileno ebrio (1626, hoy en Capodimonte) y El martirio de san Andrés (1628, en el Museo de Bellas Artes de Budapest). Comenzó entonces la rivalidad entre Ribera y el otro gran protagonista del siglo XVII napolitano, Massimo Stanzione.
Su gama de colores se aclaró en la década de 1630, por influencia de Van Dyck, Guido Reni y otros pintores, y a pesar de serios problemas de salud en la década siguiente, continuó produciendo obras importantes hasta su muerte.
Los primeros años de Ribera han permanecido sumidos en interrogantes por la carencia de documentación sobre él y por la aparente desaparición de todas sus obras de esa época. Pero en la última década, varios expertos han conseguido identificar como suyas más de treinta pinturas sin firmar, que ayudan a reconstruir su juventud inmersa en el tenebrismo de Caravaggio, del que hubo de ser uno de sus primeros difusores
En 1620 a 1626 apenas se fechan obras pictóricas, pero a este período corresponden la mayoría de sus grabados, técnica que cultivó con maestría.
En esta época ya muestra su gusto por los modelos de la vida cotidiana, de ruda presencia, que plasma con pinceladas prietas y delimitadoras de modo semejante a lo que hacen caravagístas nórdicos, los cuales ejercen gran influencia en sus obras por su contacto en Roma. A partir de 1626, se poseen abundantes obras fechadas que dan testimonio de su maestría. Su pasta pictórica se hace más densa, modelada con el pincel y subrayada por la luz con una casi obsesiva búsqueda de la verdad material, táctil, de la realidad y su relieve.
Los años de la década de 1620 a 1630 son aquellos en que, sin duda, Ribera dedicó más tiempo y atención al grabado, dejando algunas estampas de belleza y calidad excepcionales: San Jerónimo leyendo (1624), El poeta y Sileno ebrio (que repite su cuadro del Museo de Capodimonte de Nápoles). Se le atribuyen en total 18 planchas, todas menos dos anteriores a 1630, y se cuenta que las grabó sólo con fines promocionales, para difundir su arte y captar encargos de pinturas. Al alcanzar el éxito, Ribera dejaría de grabar. Salvo alguna excepción, estos grabados repiten composiciones previamente pintadas si bien no son copias fieles, sino que introducen variantes que mejoran su composición.
En 1629 el duque de Alcalá es el nuevo virrey, y va a ser el nuevo mecenas del pintor; a éste le encarga obras como La mujer barbuda (1631) o una serie de Filósofos, en los que deja testimonio de su naturalismo más radical: modelos de una vulgaridad casi hiriente, traducidos con una alucinante verdad intensísima.
La década de 1630 es la más importante de Ribera, tanto por el apogeo de su arte como por su éxito comercial.
Sus temas pictóricos son mayormente religiosos; el artista plasma de una forma muy explícita e intensamente emocional escenas de martirios como el Martirio de San Bartolomé (1644, MNAC) o el Martirio de San Felipe (1639; Museo del Prado), así como representaciones individuales de medias figuras o de cuerpo entero de los apóstoles (Apostolados), especialmente los de San Pedro.
La década de los 40, con las interrupciones debidas a su enfermedad, acaso una trombosis (a pesar de la cual no rompió la actividad del taller), supuso una serie de obras de un cierto clasicismo en la composición, sin renunciar a la energía de ciertos rostros individuales. En su última obra también experimenta de nuevo un cambio estilístico que le devuelve en cierta medida a las composiciones tenebristas de su primera etapa; las causas pudieron ser sus desgraciadas circunstancias personales. Siguió siendo un artista de éxito comercial y prestigio, y fue maestro de Luca Giordano en su taller napolitano, influyendo en su estilo.
La crisis económica que sucedió a la revuelta de Masaniello en Nápoles (1647) afectó a la producción pictórica de Ribera, quien además se vería envuelto en un escándalo.
Para sofocar la revuelta, habían acudido a Nápoles las tropas españolas bajo el mando de don Juan José de Austria, hijo natural de Felipe IV de España. Ribera pintó un retrato de don Juan José a caballo (Palacio Real de Madrid), que luego repitió en grabado; fue el último aguafuerte que produjo, el cual en ediciones tardías fue modificado para darle la identidad del rey Carlos II. Su penúltimo grabado es muy anterior: un escudo del marqués de Tarifa, fechable hacia 1629-33, en el cual Ribera grabó los angelotes de la parte superior, mientras que el escudo en sí está grabado a buril y se considera obra anónima.
Son ejemplos de este momento La Inmaculada Concepción (1650, Museo del Prado), San Jerónimo penitente (1652, Museo del Prado) y una gran Sagrada Familia (Metropolitan Museum, Nueva York) cuya ternura y riqueza de color sintonizan con Guido Reni.
2.- Las pinturas de filósofos
Uno de los aspectos más fascinantes de la obra de José de Ribera son las pinturas de filósofos, para cuyos retratos se valió de mendigos y villanos de aspecto rudo, gente corriente como la que podría encontrarse en cualquier calle de Nápoles. No se pretende realizar un catálogo de los retratos de sabios pintados por el valenciano a lo largo de su vida; el elevado número de copias y su dispersión por todo el planeta desbordan nuestras posibilidades. Es una tarea, además, que puede quedar satisfactoriamente resuelta con los amplios repertorios de Nicola Spinoza. Nuestra intención, más modesta, es dar respuesta a algunos de los problemas que plantean tanto la identificación de los personajes retratados como la transmisión de las cualidades de dichos filósofos.
Esa serie de retratos de filósofos ejecutada por Ribera en torno a 1630 probablemente para el duque de Alcalá y por encargo de este virrey humanista, se ha dicho (O. Ferrari, N. Spinoza) que podría reconstruirse partiendo de un conjunto de retratos relacionados con el pintor valenciano.
Probablemente con estos retratos de filósofos andrajosos Ribera no se proponía retratar a un pensador concreto sino ensalzar la libertad del sabio que vive ajeno a las cosas que el mundo estima haciendo así una alabanza de la beatitud del que carece de todo, voluntariamente apartado de las ambiciones y sinsabores del vivir cortesano como les gustaba recordar a nuestros poetas y predicadores, recogiendo una idea contenida en el tópico ovidiano meliora latent, las cosas mejores yacen ocultas, y de este modo serían entendidos fácilmente por sus clientes.
La idea, tal como fue explicada por Erasmo en la más célebre de las glosas incluidas en los Adagios, los Silenos de Alcibíades, de la que se hicieron tiradas aparte y una traducción castellana publicada en Valencia en 1529, permitía además enlazar las imágenes de los filósofos con las de los Apóstoles y con el propio Cristo según sugirió Darby.
Es su aspecto -su fealdad- y no su pobreza lo que hace a Sócrates parecido a un Sileno. Por el contrario, a la asociación de pobreza miserable y sabiduría objetaría Quevedo -como seguramente habría objetado a los filósofos de Ribera de haberlos conocido- que -la suciedad no es señal de la sabiduría, sino mancha. La sabiduría puede ser pobre y no debe ser asquerosa».
El introductor en España del neosenequismo de Justo Lipsio, en su defensa de Epicuro y las doctrinas estoicas -además de sostener que éstos las habían tomado del Libro de Job- afirmaba en efecto que Zenón se inició en la filosofía de la mano de los filósofos cínicos, sólo que -persuadido de honesta y urbana vergüenza, siguiendo los dogmas de los cínicos, limpió su persona del asco que afectaban y la vida de la inmundicia de su desprecio […] y añadió la limpieza porque el desaliño empobrecido no la difamase». Para Quevedo las doctrinas estoicas podían resumirse en practicar la virtud sin esperar otro premio, renunciar a la ambición, no dejarse perturbar por las adversidades y -vivir por el cuerpo, mas no para el cuerpo», y todo esto «sin despreciar sus personas con el desaliño y vileza».
De aceptarse esta reconstrucción, habrían formado parte de aquella serie:
2.1. El Filósofo ante el espejo
Del que se conocen no menos de diez copias, una de ellas con la inscripción SCVLAPIO, identificado por Darby razonablemente como un retrato de Sócrates. Este óleo recientemente ha sido bautizado también con el nombre de Arquímedes -quien utilizó el espejo para destruir la flota persa- aunque la actitud del filósofo retratado, que es la de mirarse en el espejo, reflejado su rostro en él, es inequívocamente una traslación a la pintura del nosce te ipsum inscrito en Delfos; la máxima deifica, tantas veces referida a Sócrates. Conocerse uno a sí mismo, según la máxima deifica tantas veces referida a Sócrates (y seguramente también por el propio Ribera en su Filósofo ante el espejo), es ante todo reconocer la vanidad de todos los bienes y apetencias terrenales, donde nada hay que sea duradero. Con su ejemplo los sabios invitaban al desprendimiento y a buscar la verdad dentro de uno mismo sin prestar atención a las apariencias, pues éstas son mudables y perecederas como testifica, implacable, el espejo: un bello rostro en él reflejado se desvanece tan pronto se retira. Y es, ciertamente, esa asociación de conocimiento de las verdades trascendentes y desprendimiento de los bienes terrenales, tan propia de la vanitas barroca, lo que interpretó Ribera, a su modo, seleccionando a los pobres más miserables de Nápoles como modelos para sus sabios de la antigüedad.
2.2. El retrato del mal llamado Esopo o Aristóteles
Del Museo del Prado, procedente de la colección real. de perfil, cubierto con una especie de bonete, con amplios jirones en la manga del vestido, sujeta con la mano derecha un libro cerrado y apoya la izquierda sobre un papel blanco -en el que aparece la firma del pintor- por debajo del cual asoma otro papel con algún dibujo geométrico, «tour de force» según Felton y Jordán propio del fácil virtuosismo que caracteriza la pintura de Ribera en estos años. Sobre la mesa un cartabón y un punzón de madera completan el sobrio instrumental que el sabio necesita, motivo por el cual pudo ser descrito en el pasado como Arquímedes. Su identificación con Aristóteles se debe a Darby a causa del bonete de escolar que le cubre y de lo que para ella era una lujosa toga de doctor – no obstante, los evidentes desgarrones- junto con algunas consideraciones sobre las representaciones de Aristóteles en la estatuaria clásica difícilmente verificables.
2.3. Un filósofo con reloj de arena
Signo obvio de la fugacidad del tiempo, como lo es también el espejo, del que existen asimismo numerosas réplicas, una de ellas con la inscripción TALES MILESIO.
2.4. El filósofo con compás al revés
Que según Ferrari representaría a Aristóteles y del que existe alguna réplica de sólo el busto, quizá autógrafa. Otros lo identifican con Arquímedes por llevar un compás y al que Darby llamó Heráclito, catalogado en el museo simplemente como un «sabio griego». Para Spinosa este filósofo sería el único retrato que puede identificarse con seguridad como perteneciente a la mencionada colección del duque de Alcalá por citarse en su inventario un «filósofo con compás», aunque no sea éste de Tucson el único de los filósofos de Ribera que porta dicho instrumento ni siquiera entre los incorporados a la serie así reconstruida.
2.5. Heráclito
Al melancólico Heráclito, por su parte, lo identifican con total seguridad por las lágrimas que recorren sus mejillas. La presencia de Heráciito en este grupo parece exigir la de Demócrito, pero dejando aparte el actualmente conocido como Demócrito del Museo del Prado -de frente y no de tres cuartos como el filósofo valenciano- no se conoce ningún otro pintado en estos años con el que pueda aquél encajar razonablemente que existía una versión, actualmente en paradero desconocido,
2.6. Demócrito
Demócrito (colección privada, 102 x 6 cm), un anciano de aspecto vulgar con el rostro surcado por numerosas y profundas arrugas, que sonríe -aunque escasamente alegre- al mostrar entre sus rudas manos un papel con un texto ilegible, cuadro que estuvo expuesto ya en 1992 en Madrid como obra segura de Ribera por su proximidad a las pinturas de la serie de los sentidos, podemos añadir ahora, para el período en torno a 1615, el Geógrafo sonriente de Lugano (120 x 90 cm), que podría tratarse de otro Demócrito y en el que se incorporan los mismos elementos de naturaleza muerta que en el anterior, tratados con similar realismo. La filosofía de Demócrito recuperado en la Edad Moderna por los principales autores de la revolución científica: Gassendi, Boyle o Newton, hombre risueño, la que hizo de él un filósofo popular a la vez que le oponía al melancólico Heráclito. Séneca en De tranquilitate animi (XV, 3) fijó la relación de complementariedad entre las actitudes opuestas de Heráclito y Demócrito, a quienes la contemplación de las miserias del mundo al uno le hacía llorar y al otro reír. Marsilio Ficino explicaba la risa de Demócrito y el llanto de Heráclito en una carta a Piero Vanni, aludiendo precisamente a una pintura que tenía en su Academia en la que se veía una esfera del mundo flanqueada por los dos filósofos: «¿De qué se ríe Demócrito? Y, ¿por qué llora Heráclito? Se ríen y lloran del vulgo, animal monstruoso, necio y miserable». En la misma carta Ficino establecía también la oposición entre el dinero, gastado con prodigalidad, y la riqueza del alma, despreciada por cuantos ambicionan los bienes materiales: -Ninguno piensa en abundar en la sabiduría y ser pobre de dineros.
2.7. Crates
Crates, lleva como los dos anteriores su nombre inscrito en el tablero, aunque es posible que haya permanecido oculto hasta una reciente limpieza puesto que los inventarios del siglo XIX de la colección de los príncipes de Liechtenstein lo citaban únicamente como filósofo sin otra especificación. El Crates aquí representado ha de tratarse del filósofo cínico y no del académico de igual nombre del que también se ocupó Diógenes Laercio. Discípulo de Diógenes el cínico, afirmaba que tenía por patria -el propio menosprecio y la pobreza, a quienes la fortuna no consume-. Pero teniendo en cuenta que Laercio dice que era muy feo, por lo que los muchachos hacían burla de él, y que en verano llevaba ropa burda y ligera en invierno «para tomar lecciones de templanza», rasgos que encontramos perfectamente reflejados en el Crates de Luca Giordano del Museo Nacional de Arte Antica de Roma, pero que no vemos en modo alguno en este de Tokio, resulta muy difícil admitir que Ribera se sirviera de las descripciones de las Vidas, opiniones y sentencias de los filósofos más ilustres para sus retratos. Erguido -cuando Diógenes Laercio dice que era corcovado en la vejez-, con el cabello aún negro, el Grates de Ribera mira de frente y seguro al espectador, al que parece querer persuadir con sus explicaciones, apuntando a la vez con el índice de su mano diestra al encabezamiento del libro que reposa abierto sobre la mesa, como argumento de autoridad en ese diálogo mudo que sostiene con el espectador, a la vez que muestra en la mano izquierda desplegado un rollo de papel.
Recogiendo una anécdota ajena a las Vidas de Diógenes Laercio, pero también muy extendida, en Le livre de bonnes moeurs de Jacques Legrand, conservado en manuscrito del siglo XV del Museo Conde de Chantilly, aparecen asociados en una misma miniatura Diógenes y Crates -éste vaciando en el mar monedas-, unidos bajo el común epígrafe «como el estado de pobreza puede ser agradable». Y en el ya citado Mikrokosmos de Gerard de Jode la imagen de Crates arrojando al mar sus riquezas cuando se dirigía a Atenas para estudiar filosofía, pues con ellas no es posible seguir la estrecha senda de la virtud, ilustra el divitiarum saco de contemptus, menosprecio de las riquezas. Su presencia en esta serie de sabios desdeñosos de los bienes caducos estaría, por tanto, plenamente justificada.
2.8. Pitágoras
En el lomo del libro pintado sobre la mesa en el retrato de Pitágoras se puede leer «(scien)tia numerorum». Los símbolos de Pitágoras, tales como «no herir el fuego con la espada» o «no comer corazón», fueron motivo de inspiración constante para los autores de emblemas, empezando por el primero de ellos, Alciato, en cuyos Emblemas aparece dos veces. Y aunque en pintura fuese representado en menor medida cabría recordar aquí un lienzo de 1545 de Mazzola en el palacio Farnese, de un Euclides, como alegorías de las ciencias y la música, o su presencia -también asociado al arte de la música- entre los frescos de Tibaldi en la biblioteca de El Escorial, pero sobre todos ellos debería recordarse un cuadro pintado en colaboración entre Rubens y Snyders hacia 1618, perteneciente a la colección particular de la reina de Inglaterra, en el que Pitágoras aparece como defensor de la dieta vegetariana ante un desbordante bodegón de frutas y verduras y entre sátiros y ninfas. Lo que desde luego nunca se había hecho como aquí hace Ribera era representarlo como un anciano miserablemente vestido.
2.9. Platón
El mismo recurso al que habría acudido el pintor para identificar a Platón, quien lleva entre las manos un libro con la inscripción -LIBER DE IDEIS-. Platón conoció la filosofía pitagórica en sus viajes al sur de Italia y su influencia es patente en diálogos como el Menón o en la adopción de la doctrina de la metempsicosis y, en general, en la formulación de la teoría platónica del alma, así como en la importancia que en su filosofía otorgaba a los números. Aristóteles, aun siendo discípulo de Platón, para hablar de su maestro comenzaba recordando esa influencia: -A estas diversas filosofías siguió la de Platón de acuerdo las más veces con las doctrinas pitagóricas, pero que tiene también sus ideas propias, en las que se separa de la escuela Itálica- (Metafísica, libro 1, VI). Pero incluso a través de lo que cuenta de ellos Diógenes Laercio en las Vidas, opiniones y sentencias de los filósofos más ilustres se puede encontrar un nexo de unión entre Pitágoras y Platón pues, según dice Laercio, Platón se ofreció a pagar una elevada suma por los libros de Filolao en los que por primera vez se daba a conocer el «dogma pitagórico De los seis retratos de la serie es éste el único con la vista levantada y bastaría aquí con recordar el modo como Rafael, en la Escuela de Atenas del Vaticano, caracterizó a Platón con el índice apuntando al cielo por oposición a Aristóteles, atento a las cosas terrenas. Jusepe Martínez, que trató al valenciano en Nápoles en 1625, testifica su admiración por los frescos de Rafael, que deseaba ver de nuevo y volver a estudiar pues, según decía, son el «norte de la perfección».
2.10. Diógenes
Actualmente en colección particular, de tres cuartos, con el cuerpo girado hacia la izquierda y vuelto el rostro, dirige la mirada -atenta y ensimismada bajo unas espesas cejas canas- a la linterna con la que buscaba a un hombre honesto a plena luz del día. El filósofo lleva entre las manos un grueso infolio destartalado, gastadas las puntas por el incesante hojeo de sus páginas. Todavía como en sus primeras obras una mesa corta la figura: es una tabla basta y desnuda en la que el pintor ha reflejado incluso una grieta que revela la mala calidad de la madera y sobre la que únicamente reposa la linterna abierta dejando ver la vela apagada. La figura se recorta nítida sobre un fondo de color terroso iluminado desde el ángulo superior izquierdo, como en algunas de las telas de la serie de los cinco sentidos pintadas veinte años atrás, pero ahora con una pincelada más cargada de color y capaz de expresar con mayor sutileza los reflejos de la luz sobre la epidermis.
La única nota de color, con todo, es una estrecha cinta roja en la manga del sayo negro, bajo el que apenas asoma una camisa blanca.
Diógenes es, junto con Pitágoras, el filósofo que más veces se repite en libros de emblemas, así como el que más historias ha proporcionado a los pintores, aunque escasamente citado en los inventarios españoles. Su búsqueda de un hombre honesto ha encontrado numerosos intérpretes y entre ellos pintores de la talla de Rubens y Jordaens. Otras anécdotas protagonizadas por él fueron trasladadas también con mucha frecuencia a la pintura, así el encuentro con un muchacho que bebía en el cuenco de la mano, por lo que el filósofo renunció a su modesto jarro de agua al comprobar que no hay necesidad de él para beber (Poussin, Louvre) , o el encuentro con Alejandro Magno, a quien solicitó como única merced desde el barril en que habitaba que se apartase del sol, encuentro reflejado ya en un relieve del siglo I conservado en Villa Albani y del que existen multitud de representaciones en el siglo XVII. Son estas anécdotas las que hacen de Diógenes el mejor modelo del desprendimiento que ha de caracterizar al sabio, dichoso en su austeridad, pues, como se afirma en Mikrokosmos-Pawus Mundus, colección de emblemas filosóficos editada en Amberes en 1579 por Gerard de Jode y Laurent van Haecht, acompañando precisamente a la imagen del encuentro de Alejandro con Diógenes, Sapiens parvo contentas vivit, el sabio vive contento en su pobreza.
En su actual estado de conservación no cabe emitir una opinión acerca de la calidad de la tela conservada en El Escorial. Ni siquiera es posible discernir con claridad lo que en ella aparece sobre la mesa en lugar de la linterna, aparentemente un compás de metal y una escuadra. Y es desde luego sorprendente la afirmación del padre Jiménez de que el filósofo está contemplando el fuego. Dado que no se ve ninguna llama figurada en la tela y que el rostro se ilumina desde el ángulo superior izquierdo, y no desde el inferior derecho como correspondería si estuviese dirigiendo la vista al fuego, la única explicación que se nos ocurre es que el objeto metálico sobre la mesa hubiese sido interpretado por el padre Jiménez como unas despabiladeras o un atizador para el fuego de un brasero o chimenea que quedaría fuera del marco del cuadro.
2.11. Anaxágoras
Lleva como el anterior su nombre inscrito en la mesa sobre la que ahora, además, reposa un pliego de papel doblado en el que aparecen algunos dibujos geométricos. El filósofo, de riguroso perfil, consulta atentamente el grueso infolio encuadernado en pergamino que sostiene abierto entre las manos, en el que no pueden verse otras figuras geométricas. Anciano de abundante barba y cabello ensortijado y cano, viste un jergón de piel construido con amplios remiendos de diferentes colores y texturas, lo que le convierte en el filósofo de mayor colorido de la serie.
Anaxágoras de Clazomene, amigo de Pericles y atento observador de la naturaleza, condenado en Atenas por impiedad por haber afirmado que el sol era una masa de fuego, parece del todo ajeno a las artes. Y no parecen existir otras imágenes de él en pintura, La razón para su inclusión en la serie de filósofos caracterizados por la renuncia a los bienes terrenos podría encontrarse en las Vidas, opiniones y sentencias de los filósofos más ilustres, donde Diógenes Laercio afirma que habiendo nacido rico cedió a los suyos todo su patrimonio retirándose de los negocios públicos -a fin de entregarse a la contemplación de la Naturaleza, despreciando todo cuidado público; de manera que diciéndole uno: ¿Ningún cuidado os queda de la patria? Respondió, señalando al cielo: Yo venero en extremo lapa/ría-. Si se quiere admitir que Ribera empleó las Vidas para establecer la iconografía de sus filósofos, también podría hallarse en ellas una explicación para el extraño vestido, pues Diógenes Laercio cuenta que yendo a Olimpia -se sentó vestido de pieles, como que había de llover presto» entre el asombro de los concurrentes. Pero una capa remendada de distintos colores viste igualmente el Filósofo con un libro del Museo de Zaragoza y, por otro lado, el modelo empleado para representar al filósofo es muy semejante -jubón incluido- al del pastor arrodillado ante el Niño en la Adoración de los pastores del Monasterio de El Escorial (Spinosa, A259)
Esta recreación de filósofos realizada por José Ribera no son fruto de la casualidad, sino que responde a una búsqueda del pintor, tremendamente impresionado por el neoestoicismo, la filosofía de Justo Lipsio y la influencia que ejerció en él la visita de Diego de Velázquez. No olvidemos la relación previa en Madrid en 1628 entre Velázquez y Rubens quien permanece en Madrid casi un año. Para Harris no hay duda de que esta relación inspiró su primer cuadro alegórico, Los borrachos, con una gran influencia de la filosofía neoestoica. En estas breves notas podemos apreciar la relación entre la pintura y la filosofía y como se interpenetran entre sí. Una temática muy interesante digna de un trabajo más en profundidad.
3.- Bibliografía
• Pérez Sánchez, Alfonso E., Ribera, Madrid, Alianza Editorial, 1994.
• Ribera (1591-1652), cat. exp., Madrid, Museo ¬Nacional del Prado, 1992
• Tormo y Monzó, Elías, Ribera en el Museo del Prado, Barcelona, Hijos de J. Thomas, 1927.
• Benito Doménech, Fernando, Ribera. 1591-1652, Madrid, El Viso, 1991.
• Spinosa, Nicola, Ribera. Su obra completa, Madrid, Fundación Arte Hispánico, 2008.
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