Alma y cuerpo: la conversión psicosomática
Autor: Paloma de Miguel
Las emociones del alma se reflejan en nuestro cuerpo a través de alteraciones somáticas. Por otro lado, los conflictos del mundo interior a veces se manifiestan con expresiones corporales. Entre el alma y el cuerpo hay un lenguaje cuyo mecanismo podemos interpretar.
Nuestro cuerpo puede hablar a través de los órganos y de sus funciones. Puede expresar mediante sus distintas afecciones los distintos procesos de nuestro mundo anímico, y esto lo lleva a cabo mediante el mecanismo de conversión.
El mecanismo de conversión psicosomática es un recurso defensivo intrapsíquico del ser humano que consiste en “convertir” un elemento correspondiente al mundo psíquico en una respuesta que se expresa mediante el cuerpo o a través de alguna alteración somática. Mediante la conversión, el cuerpo en general, alguna zona del mismo, los órganos y sus funciones son los depositarios simbólicos y significativos de los movimientos del alma.
Generalmente suele aludirse bajo el término de somatización, a cualquier efecto, sentimiento, emoción o idea que aparece vertida por la vía del cuerpo. Sin embargo, conviene precisar la diferencia existente entre lo “psicosomático” y lo “conversivo”, aunque ambos mecanismos utilicen la esfera corporal como vía preferente de expresión de los conflictos del mundo interior.
Nuestro mundo occidental, tan acostumbrado a parcelar y dividir las cosas, se ha mostrado siempre un tanto remiso a estudiar a los seres humanos desde el punto de vista de la interacción entre sí, dentro de sí y con su entorno. Desde esta última perspectiva, una alteración somática influye en las emociones y pensamientos, y viceversa. El ejemplo más simple que podemos encontrar es el de una persona sometida a una gran tensión o que haya sufrido recientemente una pérdida importante en su vida; probablemente tendrá menos fortaleza inmunológica y será más susceptible a la acción de los procesos víricos o infecciosos en general.
Por más reticencias que tengamos en relación con el asunto, no debemos olvidar que, a lo largo del desarrollo psicoevolutivo del ser humano, “en el principio está el cuerpo”. A través del cuerpo entramos en este mundo. A partir de las primeras interrelaciones del bebé con su medio ambiente, el claustro materno primero, y la madre o sustituta después, comienza a diferenciarse el futuro ser en lo que se ha llamado el proceso de separación-individualización, a lo largo del cual va surgiendo paulatinamente el sujeto humano como ser independiente camino de la individualidad, y a medida que su psiquismo se va integrando y van apareciendo las representaciones mentales y la simbolización.
Pero en este camino pueden quedar experiencias y emociones no “metabolizadas”, que no llegarán y que tal vez afecten directamente al pequeño, que las recibe y expresa por la vía del cuerpo. Es posible que tiempo después, sea el cuerpo sin mediación el que transmita a su manera lo que no puede decirse de otro modo. También es posible que el cuerpo se haga eco, resuene, recoja y comunique simbólicamente algo originado y perteneciente al ámbito psicológico. Y esta es la diferencia básica entre lo psicosomático y lo conversivo: el grado de simbolización alcanzado; aunque en ambos procesos el cuerpo hable como síntoma.
Lo psicosomático es contundente, radical. Una persona arrasada por una emoción puede sufrir un infarto agudo de miocardio y fallecer como consecuencia. Tal emoción la ha matado. Otra persona, en cambio, siente “como si” se muriera de miedo, de dolor, de pena, de tristeza o de desesperanza, pudiendo responder su cuerpo a tal sentimiento interior de descomposición con diarreas, fiebre, aceleración o desaceleración del latido cardiaco, vómitos, náuseas, inapetencia, apatía, alteraciones inmunológicas o dolores en la zona del cuerpo depositaria de la idea y del afecto somatizado. Se trata de un proceso conversivo.
Muchas veces en lo psicosomático no surge, aparentemente, una relación clara o directa entre las emociones, los pensamientos y lo expresado por el cuerpo. En cambio, aparece hipertensión, hipertiroidismo y otras alteraciones glandulares o úlceras sangrantes que están muy lejos del complejo mundo de las emociones y sus representaciones mentales; en principio, los profesionales de la salud que recogen tales casuísticas, hablan de modo general de “estilos de vida predisponentes”, “modos de carácter”, “tipos de personalidad culpabilizados”, “castigarse a sí mismos”, etc. Sin embargo, en la somatización es más común encontrar una respuesta directa y significativa: una alteración menstrual puede hablar de miedo a la maternidad, deseo de la misma, autocastigo por las relaciones sexuales previas vividas con culpa, etc. Y un flemón súbito de una mujer (con una base infecciosa previa) puede responder al embarazo de una hermana, como si contestara con su repentino síntoma, que la potencia gestante solo es capaz de producir algo maligno.
Un autor dedicado a la teoría de la comunicación decía de modo humorístico, pero no por ello sin dejar de transmitir una gran verdad, que la diferencia entre lo psicosomático y lo conversivo “es un problema de honradez”. Y es que mientras algunos pueden sentirse físicamente mal ante situaciones que “les enferman”, otros enferman de verdad (lo cual es más auténtico, aunque también más grave). Hay una gran diferencia entre sentir que “la cabeza va a estallar” de angustia, de cavilaciones o de preocupaciones, y sufrir realmente una trombosis. Existe una gran distancia entre el dolor de cabeza que paraliza y la trombosis que lo lleva eficazmente a cabo y a veces sin vuelta atrás.
Sin embargo, lo conversivo no es menos “cierto” que lo psicosomático. En ambas situaciones puede haber una alteración orgánica, pero en lo conversivo no suele producirse daño en aparato o sistema fisiológico alguno. Es ya clásica la referencia a lo sucedido en un hospital de San Francisco durante el último gran terremoto: muchos “paralíticos” salieron corriendo, olvidando su silla de ruedas, cuando la tierra comenzó a temblar. Anécdota o no, esto no habría sido posible si hubiera existido un grave daño neurológico en los protagonistas.
Algunos ejemplos sobre la relación entre los procesos de la psique y su acción en el cuerpo:
— Una mujer joven, estudiante de matemáticas, se siente impotente ante las situaciones de examen. Incluso sus sueños son gráficos en este sentido: en su mundo onírico, un profesor muestra el tema a desarrollar ante una clase expectante, y ella, con la hoja en blanco ante sí, comienza a escribir, mas entonces nota cómo poco a poco su lápiz se va reblandeciendo, se pone flácido y se le dobla como si fuera de goma. Haga los esfuerzos que haga, no consigue ponerlo derecho y, por lo tanto, no puede trazar ni una sola letra. Esta persona, en las épocas de exámenes, sufre de náuseas y vómitos. En alguna ocasión ha tenido que abandonar el aula con fuertes arcadas. Podemos hacer una lectura corporal de su síntoma y establecer una relación clara de significado. Esta somatización es conversiva.
— Otra persona siente durante mucho tiempo una especie de nudo en la garganta, como si tuviera un cuerpo extraño que le impidiera respirar bien, hablar y tragar fluidamente. Un día en una sesión de psicoterapia, evocando la muerte reciente de un amigo suyo muy querido, recordó que su síntoma apareció cuando recibió la noticia del fallecimiento. Su voz, al hacer el relato, casi parecía un lamento, pero no podía llorar. Podríamos decir que tiene la pena atascada en la garganta, como un elemento que no puede ser ni expresado ni digerido.
— Una mujer, en una discusión con su pareja, se propone decirle claramente y de una vez por todas el malestar que siente, su sensación de agravio y su sentimiento de desatención. Muy airada, alza la voz para hacerse oír por su compañero pidiendo su turno de réplica, mas cuando el silencio se hace y el otro la escucha con expectación, ella no puede emitir ni una sola palabra: se ha quedado completamente afónica (y no es mala suerte a causa de un inoportuno resfriado). Este caso concreto quizás pueda entenderse con una aclaración; esta persona, consciente de colocarse habitualmente en sus relaciones interpersonales en una posición de “victimismo”, que la hace encajar muchas intervenciones de los demás con un silencio resignado mientras se dedica a rumiar sus quejas, decide esta vez enfrentar la situación y protestar directamente, pero no puede. Algo en ella se resiste todavía a abandonar viejas formas de comportamiento. Aún le queda un poco de camino para completar el cambio. Este ejemplo, como el anterior, también es un caso de somatización. Aquí la persona aún no se ha concedido el derecho a la palabra y siente que “no tiene voz”.
— Otra persona, al cruzar un parque por la noche camino de su casa, ve cómo se le acercan dos muchachos que intentan agredirla. Su primera reacción es salir corriendo, pero tiene dudas sobre si no será peor hacerlo. El caso es que cuando ya es tarde para poner tierra por medio y efectivamente los chicos, navaja en mano, demandan su dinero, ella no puede responder ni moverse. Tampoco tiene miedo, se ha quedado paralizada y bloqueada.
Los ladrones la zarandean, pretenden golpearla para apremiarla; uno de ellos llega a hacerle varios cortes superficiales en la piel; pero en vista de la situación impotente de su víctima, que no parece sentir ni padecer, optan por despojarla tranquilamente del bolso sin obtener resistencia alguna. A continuación arrancan violentamente la cadena de su cuello, continuando con el reloj de pulsera… y quizás hubieran seguido con la ropa si un perro oportuno, al acercarse, no les hubiera disuadido.
Mucho rato después, la víctima todavía continúa clavada en el sitio como una estatua. Quiere empezar a andar pero las piernas no le responden, le duelen mucho los brazos y no puede articular las manos. Tampoco puede explicar lo sucedido al amo del perro. Sólo más tarde empieza a temblar, y tras una crisis de llanto puede ser conducida a un Centro de Urgencia. Un par de días después todavía siente rígidas las rodillas y le cuesta caminar con soltura.
Este no sería, estrictamente hablando, un caso de somatización, ya que intervienen otros mecanismos como la inhibición o la desvitalización como posibles respuestas ante el peligro; sin embargo, sirve como ejemplo de que muchas veces no hace falta recurrir a las clásicas casuísticas de las parálisis motoras para explicar las interacciones somatopsíquicas. Y es que muy a menudo el miedo o la angustia pueden “poner alas en los pies” o dejarle a uno “completamente de piedra”.
Ciertas manifestaciones defensivas de este tipo se ven favorecidas por el medio ambiente y suelen acompañarse de un buen grado de dramatización. Están, por así decirlo, “dedicadas a alguien”. El siglo pasado, sobre todo en ciertas clases sociales de ámbito burgués, se “permitía” (y hasta se esperaba) que una mujer se sintiera tan abrumada por una determinada situación que decidiera “privarse de los sentidos” momentáneamente, y sufriera un fugaz desmayo (casi siempre en público, y a ser posible, con un sofá a mano en el cual dejarse caer precautoriamente, a falta de brazos acogedores). Hay que agradecer a este tipo de reacciones el desarrollo del psicoanálisis, ya que merced a la atención de Freud evolucionó todo el cuerpo doctrinario de esta disciplina. Pero Mesonero Romanos, que no era precisamente psiquiatra ni psicólogo, pero sí un sagaz observador, describe magistralmente, rebosando ironía, en una serie de artículos costumbristas sobre el Madrid decimonónico, cómo presenció las dramáticas penas de ciertas viudas jóvenes que lloran desconsoladas la pérdida de sus maridos y se desmayan suavemente con gestos llenos de encanto ante la corte de amigos que pretenden acompañarlas en tan doloroso trance (en su descargo hay que añadir que para el común de las mortales de aquella época su ámbito social no permitía otras libertades más directas).
Con el tiempo han evolucionado estos métodos y ahora suelen ser menos dramáticos; una moderna ejecutiva de una gran empresa posiblemente se conforme con una ostentosa jaqueca que todos encontrarán razonable, dados sus múltiples “quebraderos de cabeza”, y puede que padezca trastornos ginecológicos que constituyen una llamada de atención silenciosa hacia su olvidada femineidad. Aún hoy en día podemos recordar algunos grandes recitales de las estrellas de la canción dedicados al ámbito preferentemente juvenil, y cómo durante los mismos algunas adolescentes lloran, y se “desmayan” sin poder resistir una emoción tan intensa. Esto mismo, con variantes y matices, puede observarse en algunas situaciones grupales donde la energía emocional puesta en juego es muy elevada.
La simbolización de un conflicto puede expresarse corporalmente, así como también podemos responder con el cuerpo ante identificaciones con nuestros semejantes: un joven de diecinueve años sufre continuas taquicardias y los médicos descartan cualquier afección cardiaca. Es a través de la psicoterapia como se encuentra que su padecimiento comenzó con la muerte de su padre, repentina y en su presencia, debida a un fallo del corazón. Otra joven, por su parte, empezó a tener dolores en el pecho a raíz del encuentro con una amiga suya diagnosticada de cáncer de mama.
La aceleración de los latidos cardiacos de base psicógena es una alteración muy común; puede surgir, como en el ejemplo citado, como una respuesta de miedo basada en una identificación, pero más comúnmente forma parte de toda una constelación psicofisiológica de alerta con que una persona se prepara y responde ante un peligro objetivo o subjetivo. La alarma puede dispararse ante una idea, la anticipación o la presencia de una situación, un objeto o una persona que corresponda al encuentro con lo temido.
En otros casos es el modo de vida el que constituye el “peligro” que hace prepararse al sujeto con una serie de modificaciones fisiológicas que rompen el equilibrio y la armonía orgánica, provocando a su vez alteraciones psicológicas que repercuten nuevamente en el organismo. Es el ejemplo del tan divulgado estrés. Aquí la persona enfrenta los distintos avatares de su existencia como si estuviera en la selva rodeado de predadores o como si fuera a la guerra. Ambas situaciones, aunque sentidas radicalmente, pueden no ser más que su trabajo cotidiano, su vida familiar, el medio ambiente urbano, su entorno emocional y social en general o una interrelación de todos estos factores, pero el sujeto vive tales circunstancias de forma tan amenazante que se prepara orgánicamente para “vender cara su vida”, con el resultado de que a veces aparecen graves enfermedades o incluso la muerte súbita, porque la existencia, vivida de modo negativo, pudo con él.
En muchas ocasiones, el estilo de vida –que es insoportable para la persona– subyace bajo una queja difusa, bajo el nombre de un malestar que se sitúa en el cuerpo cuando no se sabe, no se quiere o no se puede “sentir en otro sitio” (en el campo psíquico, en la conciencia). Así, se busca una ayuda, a veces bajo la forma de una píldora milagrosa, para aliviar un padecimiento que está en otro lugar. Las consultas de médicos generales están llenas de estos casos, como el de una mujer, derivada de especialista en especialista, cuya presencia es temida y evitada por la impotencia que suscita en el Centro de Salud al que acude, porque no se sabe qué hacer con ella. A veces consulta por jaquecas sin causa orgánica localizada; otras, por dolores en las articulaciones que no responden a una afección clara, o por supuestos malestares, asimismo imprecisos, tal vez gástricos (punzadas, dolores, acidez), tal vez ginecológicos (“un dolorcillo” que va y que viene) hasta que al final algún especialista fatigado echa mano del socorrido rótulo del “síndrome del ama de casa” y la envía a un psiquiatra donde, tras una breve escucha, la despachan prontamente con ansiolíticos y antidepresivos suficientes para una buena temporada.
Efectivamente, el problema está en el alma de esta mujer, pero un psicofármaco es un alivio fugaz que, si bien consuela, no elimina la raíz del asunto. En este caso, la consultante ha visto cómo sus hijos, uno tras otro, han ido abandonando el hogar; y ella, que durante más de veinte años (tiene 45) vivió a su servicio, no sabe qué hacer ahora con el tiempo, que se le hace largo, muy largo. No sabe qué hacer consigo misma y con su vida. Siempre fue para otros, nunca tuvo mundo propio y no sabe volver para sí. No sabe buscar un nuevo sentido y retomar las riendas de su existencia. Solo sabe que se siente mal, y por eso busca ayuda desesperadamente.
Los psicosomáticos son en general padecimientos indefinidos, que están lejos de la palabra y del símbolo, y que pueden afectar a la piel (eccemas y psoriasis), al sistema endocrinológico, con diferentes alteraciones hormonales (hiper o hipotiroidismo), a los órganos o a sus funciones (problemas respiratorios, renales, circulatorios, gastrointestinales), y a los procesos inmunológicos.
Muchas veces, si somos capaces de seguir el camino de nuestra dolencia o enfermedad, también podemos entender la “enfermedad como un camino”. Un camino hacia nuestro crecimiento y hacia una mayor conciencia. En ello estamos trabajando.
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