Visión de las sectas en Saint Exupéry
Autor: Juan Carlos del Río
Cuando Antoine de Saint Exupéry, el autor de El Principito desapareció en un vuelo rutinario durante la II Guerra Mundial, estaba trabajando en un grandioso libro, Ciudadela, que quedó incompleto. Su forma de escribir consistía en acumular páginas, con ideas e imágenes que después condensaba en pequeñas obras de hermosa prosa poética. El pequeño príncipe, Vuelo nocturno o Tierra de hombres son algunos de sus más famosos libros.
Ciudadela no tiene el mismo estilo que los anteriores, por su carácter incompleto, aunque algunas de las ideas esbozadas en ellos reaparecen con mayor intensidad en esta obra. ¡En qué se podría haber convertido Ciudadela si Saint Exupéry hubiera tenido tiempo para terminarlo! Para mí es una de las mejores obras de la narrativa del siglo XX, pese a su carácter inacabado.
Es un libro difícil de leer, por su estilo a veces inconexo, pero hay algunas páginas que son verdaderas joyas. En esta ocasión recupero un texto que nos cuenta una lección que da el caíd de la Ciudadela a sus guardianes, que solo esperan encontrar un motivo para apartar a aquellos que son distintos y descargar toda su furia contra ellos.
Estas palabras nos hacen pensar si utilizamos palabras despectivas, tales como “secta”, contra aquellos que son distintos o a los que simplemente no queremos entender. En este sentido, una secta no es creada por aquellos que se separan de una corriente dominante, sino que es un artificio interesado para crear enemigos contra quienes descargar todos los problemas.
Mis gendarmes, en su opulenta estupidez, vinieron a rodearme:
–Hemos descubierto la causa de la decadencia del imperio. Se trata de cierta secta que es preciso extirpar.
–¡Ah! –dije–. ¿En qué reconoces que están ligados unos a otros?
Y ellos me contaron las coincidencias en sus actos, su parentesco según tal o cual signo, y el lugar de sus reuniones.
–¿Y en qué reconocéis que son una amenaza para el imperio?
Y ellos me descubrieron sus crímenes y la concusión de algunos de ellos, y las violaciones cometidas por otros, y la cobardía de muchos, o su fealdad.
–¡Oh¡ –dije–. ¡Conozco una secta más peligrosa aún, porque nunca pensó nadie en combatirla!
–¿Qué secta? –se apresuraron a decir mis gendarmes.
Porque el gendarme, que ha nacido para golpear, languidece si carece de alimentos.
–La de los hombres –contesté– que llevan un lunar en la sien izquierda.
Mis gendarmes, que no comprendieron, me aprobaron con un gruñido.
Porque el gendarme puede golpear sin comprender. Golpea con los puños, que están vacíos de seso.
Sin embargo, uno de ellos, que había sido carpintero, tosió dos o tres veces:
–No manifiestan su parentesco. No tienen lugar de reunión.
–Ciertamente –contesté–. En eso está el peligro. Porque pasan inadvertidos. Pero apenas haya publicado yo el decreto que los señale a la indignación pública, los verás buscarse uno al otro, unirse uno con otro, vivir en común y, alzados contra la justicia del pueblo, adquirir conciencia de su casta.
–Es muy cierto –aprobaron mis gendarmes. Mas el que fue carpintero tosió nuevamente:
–Yo conozco a uno. Es suave. Es generoso. Es honesto. Ganó tres heridas en la defensa del imperio…
–Ciertamente –contesté–. Porque las mujeres son descocadas, ¿deduces que no hay ninguna que demuestre ser razonable? Porque los generales son ruidosos, ¿deduces que no existe ninguno, aquí o allá, que sea tímido? No te detengas en excepciones. Una vez escogidos los que llevan el signo, investiga su pasado. Han sido fuente de crímenes, raptos, violaciones, concusiones, traiciones, glotonería e impudicia. ¿Pretendes que estén libres de tales vicios?
–Ciertamente no –exclamaron los gendarmes, despierto el apetito en sus puños.
–Ahora bien, cuando un árbol produce frutos podridos, ¿reprochas la podredumbre a los frutos o al árbol? –Al árbol –exclamaron los gendarmes.
–¿Y es preciso absolver a algunos frutos sanos?
–¡No! ¡No! –exclamaron los gendarmes, quienes, felizmente, amaban su oficio, que no es absolver.
–Sería pues equitativo purgar el imperio de esos portadores de un lunar en la sien izquierda.
Pero el que fue carpintero tosió aún:
–Formula tu objeción –dije, mientras sus compañeros, guiados por el olfato lanzaban miradas alusivas en dirección a su sien.
Uno de ellos se enardeció, miró desdeñosamente al sospechoso:
–El que dice haber conocido… ¿no será su hermano… o su padre… o alguno de los suyos?
Y gruñeron todos su asentimiento.
Entonces llameó la cólera:
–¡Más peligrosa aún es la secta de los que llevan un lunar en la sien derecha! ¡Porque ni siquiera lo hemos pensado! Luego se disimula mejor aún. Más peligrosa aún que esa es la secta de quienes no llevan lunar, porque esos andan encubiertos, invisibles como conjurados. Y al fin de cuentas, de secta en secta, condena a toda la secta de los hombres, porque es, evidentemente, manantial de crímenes, de raptos, de violaciones, de glotonería y de impudicia. Y como ocurre que los gendarmes, además de gendarmes, son hombres, comenzaré por ellos, ya que dispongo de esa comodidad, la necesaria depuración. ¡Por eso ordeno al gendarme que hay en vosotros arrojar al hombre que hay en vosotros en el estiércol de los calabozos de mis ciudadelas!
Y se fueron mis gendarmes, refunfuñando con perplejidad y reflexionando sin grandes resultados, porque ocurre que reflexionan con los puños.
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