La muerte
La primera paradoja de nuestra sociedad, en la que el número de ancianos aumenta constantemente, es el rechazo de la vejez. No se la acepta. El modelo narcisista que nos inspira es el de la eterna juventud, el deseo de seguir siendo adolescentes; así, los padres tienen gran dificultad para transmitir a sus hijos un modelo adulto.
En contraste con la realidad difícil y compleja de la vida cotidiana, desfilan ante nuestros ojos las imágenes de “publicidad” que transmiten los mitos de nuestra sociedad: criaturas de ensueño que respiran felicidad, alegría de vivir y eterna juventud.
Para triunfar, entonces, hay que ser eternamente vencedor, brillar, hacerse aceptar y dar una imagen de sí mismo siempre asépticamente limpia. En una sociedad de hipercompetición, hay que ganar cada vez más para poder tener las marcas de prestigio: los productos de consumo de lujo han reemplazado los valores.
El sufrimiento, la vejez y la muerte están excluidos de esta sociedad, y se viven en lugares asépticos y aislados, como algo vergonzoso e inconfesable, pues resultan contrarios a la imagen de éxito permanente que es el modelo dominante. Pero las dudas y las angustias aparecen, a pesar de todo, en una sociedad que se ha olvidado de vivir los ciclos, de extraer lecciones de sus fracasos y asumir las crisis de la existencia.
El rechazo de la realidad, la incapacidad de percibir la vida como una globalidad, proyectan al individuo en una huida hacia delante, en una acción sin reflexión ni anticipación, que oculta la obsesión de la muerte. Esta es vivida como un vacío, una oquedad sobre la que no se puede volcar por miedo a encontrar la oscuridad y el silencio de una dimensión interior no explorada.
Las enfermedades de nuestra época reflejan bien los problemas no resueltos por nuestra sociedad, que engendra generaciones de gente apurada, ocupada, incapaz de regenerarse o de vivir el verdadero sentido de la fiesta. La fiesta, portadora del desorden creador, es un abandonarse a un estado dionisíaco que conduce al alma más allá de lo visible y le permite reunirse con otra dimensión de la realidad, lo invisible o sagrado.
Nuestra sociedad, rindiendo un culto “apolíneo” a la eterna juventud, sin arrugas, sin fatiga, sin preocupaciones, parece haber reducido el ciclo de la existencia a una sola de sus fases: la del joven adulto que, después de largos años de estudio y trabajo, quiere gozar largo tiempo de sus bienes materiales y de los privilegios adquiridos.
De allí surgen comportamientos colectivos erróneos que se traducen en insomnio, depresión, crisis cardíacas o toxicomanías que expresan los malestares profundos de nuestra sociedad, que parece haber satisfecho demasiado bien sus necesidades materiales sin considerar otras necesidades fundamentales del ser humano.
Pero ¿se pueden encontrar otras respuestas o estamos condenados a aceptar esta situación como una fatalidad?
Aprender a morir es aprender a vivir
Si salimos de los clichés de nuestra cultura adolescente e interrogamos a individuos de edades diferentes, nos sorprenderemos al constatar, como lo han hecho los psicólogos del comportamiento, cuánto cambia la visión de la muerte según las edades.
El niño pasa por tres etapas en su visión de la muerte. Hasta los cinco años, considera la muerte como una continuación de la vida y cree que es un fenómeno temporal y reversible. La muerte es una separación, pero la persona que ha muerto puede volver (esta visión parece incluir la noción de reencarnación como fenómeno natural en la primera infancia).
Hasta alcanzar aproximadamente los nueve años, el niño reconoce que la muerte es definitiva, pero no considera su aspecto ineludible y no se concibe a sí mismo como mortal (se siente de alguna manera inmortal).
Sobre los diez años, toma conciencia de que la muerte no perdona a nadie y que también él morirá.
Hacia la edad de los doce años, se da cuenta de que la muerte toca a todos los seres y que no hay que verla como un castigo o un acto de violencia, sino como una parte del ciclo normal de la existencia. Sus explicaciones son generales y distantes.
Así, el niño resume una especie de sabiduría natural que comienza con la percepción de la ciclicidad de la muerte, continúa con el sentimiento de tener todo el tiempo para realizar su vida, un sentimiento de inmortalidad, y luego, aceptándola como una ley natural. No estando aún sometido, salvo excepciones, directamente a esta prueba, la ve bajo un aspecto general y con una mirada finalmente muy filosófica.
Durante la adolescencia, la muerte es aún lejana y uno se preocupa más de lo que hará de su vida. Un cierto egocentrismo les da la impresión de que se pueden tomar cualquier riesgo sin peligro. En realidad, el adolescente desafía la muerte y todos los límites que la sociedad le impone para poder conocerse mejor.
Los adultos, impacientes por gozar de esta vida para la cual se prepararon mucho tiempo, reaccionan más violentamente a la idea de su muerte que los individuos de otras edades de la vida. Siguen siendo muy evasivos respecto a este tema y no quieren pensar en la eventualidad de su propia muerte.
Es durante esta etapa cuando el rechazo es máximo. Sobre todo cuando se toma posesión de los propios medios y la fuerza del presente es mayor que la del pasado o el futuro, encegueciéndolos a veces en la pasión por la acción y el desafío, que hace olvidar la reflexión y la experiencia.
Es en medio de la vida cuando los individuos toman conciencia de que van a morir un día. Su cuerpo les recuerda que no son ya tan jóvenes o vigorosos como antes.
Cuando se descubre íntimamente la certeza de la muerte, aparece un cambio de actitud. Al tomar conciencia de los límites de la existencia, reevalúan su vida y hacen un balance de su carrera, de la pareja, de los hijos, de las relaciones. Sintiendo que la vida es corta, se aprende a valorar de otra manera el tiempo y las acciones, dando prioridad a los aspectos positivos de las experiencias y el valor de las cosas simples pero esenciales.
Paradójicamente, se establece una nueva relación con el tiempo, en el que lo vivido permite apreciar la calidad del instante de manera más profunda. El tiempo cronológico es el mismo, pero el tiempo psicológico se vuelve más denso, más rico. El instante es más largo que para el joven adulto, que lo recorre al galope.
Las personas mayores están menos angustiadas frente a la muerte que las de edad media. Los ancianos se sienten de alguna manera “extranjeros” en un mundo del cual no comparten ni los valores ni las acciones.
Las personas que han realizado más plenamente su vida aceptan mejor la idea de la muerte. Cuanto mayor es el objetivo de vida de una persona, menos teme a la muerte, pues vive más plenamente.
Este objetivo de vida nos permite encontrar nuestro lugar en la armonía del mundo, sentir que tenemos un sitio en la orquesta y que nuestro instrumento colabora con el conjunto; nos impulsa a ser nosotros mismos, a no traicionar el sentimiento profundo de actuar de manera justa para construirnos. Cuando, al fin de la existencia, hacemos la cuenta atrás, podemos comprender cómo todas las etapas por las que hemos pasado eran las de un gran viaje, numerosas experiencias necesarias para llegar al destino final, la realización de nuestra existencia como una totalidad global y armónica, una existencia plena de significado.
Para poder transformar el enfoque que tenemos actualmente de la muerte, debemos comprender que expresa las angustias y la evasión del joven adulto, representante de la mentalidad de nuestra sociedad, movida y agitada, en búsqueda de un aparentar siempre más exigente. Para salir de esta situación, debemos re-aprender a vivir los ciclos de la existencia como transformaciones necesarias por las que debemos pasar.
Podemos cambiar nuestra visión de la muerte reintegrando la espontaneidad de la infancia y la serenidad de la vejez realizada. Es uniendo estos dos extremos, el pasado y el futuro, como el presente encuentra su sentido y podemos ver y vivir la vida como una totalidad que en sí misma tiene un sentido. Vivirla como un todo es aproximarse a la inmortalidad contenida en cada instante.
En este sentido, el arte de aprender a morir formaba parte, en las antiguas sabidurías, del arte de aprender a vivir.
Tal y como enseñaban los filósofos estoicos, la vida no es corta ni larga. Tiene la duración de nuestros sueños más profundos. Y también: “no te preocupes de la duración de la existencia; piensa mejor que, cuando estés sobre el escenario de la vida, que lo importante es representar bien tu papel”.
Pero, para jugar bien nuestro papel, debemos tener objetivos claros y aprender que más allá de cada miedo se encuentra un espacio de libertad y de determinación interior.
Soy un fanático lector sobre la filosofía de la muerte y la vida,y cada día aprendo más de la vida y acepto más la muerte como un cambio de vida.Gracias por estas explicaciones.
Excelente. Muchas Gracias