La rebelión de las masas
ANTONIO JURADO
Ortega advierte en el prólogo para franceses: “Ni este volumen ni yo somos políticos. El asunto de que aquí se habla es previo a la política y pertenece a su subsuelo. Mi trabajo es oscura labor subterránea de minero. La misión del llamado intelectual es, en cierto modo, opuesta a la del político. La obra intelectual aspira, con frecuencia en vano, a aclarar un poco las cosas, mientras que la del político suele, por el contrario, confundirlas más de lo que estaban. Ser de la izquierda es, como ser de la derecha, una de las infinitas maneras que el hombre puede elegir para ser un imbécil: ambas, en efecto, son formas de la hemiplejia moral”.
Conviene aclarar, fuera de toda politización que pueda pensarse, que cuando Ortega arremete contra el hombre masa no se está refiriendo al obrero, ni se refiere a un determinado estrato social ni a personas que realizan trabajos que son minusvalorados hipócritamente por nuestra sociedad. El hombre masa es un tipo de hombre que se encuentra en todos los grupos sociales y en todas las categorías profesionales. Porque al hablar de hombre masa se hace referencia a una dimensión moral más profunda e importante de la vida; se habla aquí de un estado del alma, de un alma muy dormida en el caso del hombre masa.
Un hecho muy positivo jalona nuestro tiempo: grandes cantidades de personas en el mundo occidental pueden acceder a los frutos del progreso técnico, así como a formas de organización social mejores, fruto del esfuerzo de siglos. Automóviles, cines, teatros, educación, libertades personales, avances de la medicina, etc., están disponibles a gran escala. Pero este hecho viene acompañado en su raíz por una enfermedad muy dañina que amenaza con anularlo completamente: el surgimiento de un nuevo tipo de hombre, un bárbaro que amenaza con socavar los cimientos de la misma civilización que le ha dado la vida, lo que Ortega llama el hombre masa.
La sociedad es, dice Ortega, una unidad dinámica de dos factores: minorías y masas. Esto constituye un hecho natural y, en este sentido, masa no tiene una significación peyorativa. Una sociedad puede tener una masa perfectamente sana. Lo funesto sucede, nos dice Ortega, cuando esa masa no acata su lugar original y desea realizar una función que no le es natural, como si los peces quisieran volar y las aves bucear. “Pretender la masa actuar por sí misma es, pues, rebelarse contra su destino, y como eso es lo que hace ahora, hablo yo de la rebelión de las masas”. “Delante de una sola persona podemos saber si es masa o no. Masa es todo aquel que no se valora a sí mismo –en bien o en mal– por razones especiales, sino que se siente “como todo el mundo”, y, sin embargo, no se angustia, se siente a sabor al saberse idéntico a los demás”. Por otra parte, cuando Ortega habla de minorías, del individuo selecto, no habla del petulante que se cree superior a los demás, sino de aquel que se exige más que los demás, aunque no logre cumplir en su persona esas exigencias superiores.
Dice Ortega que la función natural de la minoría es guiar a la masa y la función natural de la masa es acatar los rumbos de la minoría. Hay que entender que la minoría no es tampoco una clase o grupo social, sino una función, de modo que a la misma se pertenece transitoriamente mientras se tienen aptitudes y actitudes mejores para desarrollar una cierta tarea. Esto es algo tan simple como que si pensamos en un aula, lo natural es que el profesor enseñe a los alumnos y no los alumnos al profesor. Pues bien, lo que nos advierte alarmado Ortega es que los alumnos se han rebelado y pretenden ser ellos quienes conduzcan al profesor.
“La masa –¿quién lo diría al ver su aspecto compacto y multitudinario?– no desea la convivencia con lo que no es ella. Odia a muerte lo que no es ella”. “Lo característico del momento es que el alma vulgar, sabiéndose vulgar, tiene el denuedo de afirmar el derecho a la vulgaridad y lo impone dondequiera”. “La masa arrolla todo lo diferente, egregio, individual, calificado y selecto. Quien no sea como todo el mundo, quien no piense como todo el mundo, corre el riesgo de ser eliminado”. ¿Quién lo diría, en nuestras modernas sociedades, que se jactan de ser cuna de libertades y derechos individuales?
Ortega nos habla de la época del “señorito satisfecho”, la época del “niño mimado de la historia”. “Tenderíamos ilusoriamente a creer que una vida nacida en un mundo sobrado sería mejor, más vida y de superior calidad a la que consiste, precisamente, en luchar contra la escasez. Pero no hay tal”. El hombre que nace en el mundo actual lo hace con la impresión de que el mundo es fácil, sobrado, sin limitaciones trágicas, y concibe en sí mismo una sensación de dominio tal que le lleva inexorablemente a afirmarse a sí mismo tal cual es, por mediocre que sea su haber moral e intelectual. Es la época donde la opinión (doxa) toma un papel relevante. Cualquiera impone su vulgar veredicto sobre cualquier tema, aunque no se conozca nada del mismo, y se cree que esta opinión tiene el mismo grado de valía que la del que se ha tomado la molestia de pensar con detenimiento sobre el asunto. El hombre masa se caracteriza por su narcisismo, que le impide ver más allá de sus propias narices, creyendo que todo el mundo es como él, piensa y siente como él, y que el mundo es como él cree que es.
El hombre masa no reconoce instancias superiores fuera de sí mismo ante las cuales subrogar su vida. Ante lo cual nos dice Ortega: “El hombre es, tenga de ello ganas o no, un ser constitutivamente forzado a buscar una instancia superior. Si logra por sí mismo encontrarla, es que es un hombre excelente; si no, es que es un hombre masa y necesita recibirla de aquel”. “Estos años asistimos al gigantesco espectáculo de innumerables vidas humanas que marchan perdidas sobre sí mismas por no tener nada a qué entregarse”. “Vivir es ir disparado hacia algo, es caminar hacia una meta. La meta no es mi caminar, no es mi vida; es algo a lo que pongo esta y que por lo mismo está fuera de ella, más allá”.
“Sin mandamientos que nos obliguen a vivir de un cierto modo, queda nuestra vida en pura disponibilidad. Esta es la horrible situación íntima en que se encuentran ya las juventudes mejores del mundo. De puro sentirse libres, exentas de trabas, se sienten vacías. Una vida en disponibilidad es mayor negación de sí misma que la muerte. Porque vivir es tener que hacer algo determinado, es cumplir un encargo, y en la medida en que eludamos poner a algo nuestra existencia evacuamos nuestra vida”.
La tónica de vida del hombre masa es la insinceridad, el humorismo, la broma, la vida se convierte en algo trivial. “Casi todas las posiciones que se toman y ostentan son interiormente falsas”. Hoy es esto y mañana es aquello otro, aunque no se sepa muy bien por qué. La autoridad y la ley son objeto de escarnio, se le dan más facilidades a los que actúan éticamente mal que a los que hacen lo correcto, desaparece la educación y las buenas maneras en el trato social, cae el respeto a los mayores. Se tiende a hacer propensión central de la vida, los deportes, la atención desmedida al propio cuerpo, los coches, etc. La falta de romanticismo en la relación con la mujer, el divertirse con el intelectual pero en el fondo no estimarlo, todo esto son signos del imperio de las masas. Gran parte de la culpa de este ascenso del hombre masa lo tiene la ciencia, que en su proceso de avance ha hecho necesaria la progresiva especialización, la parcelación del saber en unidades cada vez más pequeñas y desconectadas de las demás, perdiendo con ello una visión global del saber humano. Y se llama diletantismo a la curiosidad por el conjunto del saber. Ortega nos dice que el prototipo del hombre masa se encuentra en el especialista, en el “experto”, que constituye algo así como un sabio-ignorante, figura desconocida anteriormente en la historia, al cual no se le puede llamar ignorante, pues conoce estrechamente una porción del universo, pero tampoco puede llamársele sabio, pues desconoce todo lo que cae fuera de su especialidad, dando por resultado a “un señor el cual se comportará en todas las cuestiones que ignora, no como un ignorante, sino con toda la petulancia de quien en su cuestión especial es un sabio”.
¿Y qué cabe decir del desprecio de la ciencia, o del cientifismo sería más correcto decir, hacia otras disciplinas como las artes, la política o la religión? Al minusvalorar estas ramas del conocimiento humano, nuestra cultura se pone en peligro a sí misma, al ignorar las reglas y peculiaridades de parcelas muy importantes del ser humano, más importantes que la misma ciencia, pues ¿de qué sirve vivir cien años si no se sabe por qué y para qué se vive? ¿Es eso un avance realmente? ¿No sería más avance vivir en una sociedad en la que el robo moral fuese mal visto y no precisamente premiado? ¿No se vivirá más felizmente entonces?
La rebelión de las masas caracteriza en sus hojas al hombre del siglo XX. En sus páginas se advierte a un Ortega alarmado y sorprendido por lo que ve. Como un hombre que se hubiera ido en un largo viaje por lejanas tierras y al volver lo encontrara todo patas arriba, todo desordenado e invertido. ¿Qué escribiría hoy? ¿Cuál sería hoy su reacción?
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