Desde el comienzo de los tiempos, el bosque ha tenido un especial significado para el hombre. Ambas (la del bosque por un lado y la del hombre por otro) han producido una síntesis común y natural que en raras ocasiones se ha dado de manera tan patente.

Del bosque no solamente se han tomado los recursos naturales necesarios para el desarrollo de la civilización, sino que también ha servido para dar forma y hacer tangible todo lo intangible, como es el contacto con lo divino y con las fuerzas y leyes que rigen el universo. El bosque posibilita un recurso para acceder a lo sagrado, sirviendo como base a mitos y símbolos que facilitar el conocimiento del hombre mismo.

Esta especie de destino común del hombre y el bosque ha dado lugar a un tipo organización única en el mundo. Efectivamente, el paisaje que conocemos hoy en día es el resultado de una profunda y larga relación entre nuestra particular cultura y una naturaleza dura y original.

Nos referimos fundamentalmente al sistema de dehesas, que se caracteriza por ser ecológicamente sostenible y económicamente rentable para el hombre. La dehesa es el bosque mediterráneo aclarado, dejando tan sólo los árboles y arbustos principales, para permitir entre ellos el desarrollo de pastos y cultivos extensivos. En este medio se mantienen todas las ventajas de los sistemas productivos generados por el hombre y se disminuye en los inconvenientes, pues se salvaguarda la mayoría de la diversidad original agrupada en torno a los árboles y arbustos. La dehesa supone un perfecto ensamblaje entre producción y conservación. Es como si una gigantesca factoría de la naturaleza, donde el hombre ha podido dar forma a la civilización y mantener a la vez el equilibrio ecológico necesario.

Pero el bosque no ha sido únicamente sustento físico para el hombre, sino que también le ha servido como elemento impulsor de otros muchos procesos interiores. En lo estético, el valor paisajístico de los encinares y de nuestras formaciones mediterráneas es uno de los exponentes que actualmente se consideran en la denominada calidad de vida.

El bosque, de manera general, y el árbol en particular (como punta del bosque) han sido siempre, para prácticamente todas las culturas, una representación de otra realidad superior o sagrada que ha acompañado al hombre junto con lo profano. En este sentido el bosque también aporta los elementos necesarios para acceder a esa otra realidad trascendente.

Todas estas tradiciones también forman parte de las características del bosque, porque en alguna ocasión han sido tenidas en cuenta por el hombre y han contribuido de alguna manera a configurar este sistema natural tal y como lo conocemos.

Y es que uno de los errores más frecuentes que se dan hoy es no tener en cuenta que desde que históricamente el hombre se relaciona con los ecosistemas, esta relación se realiza en todos los planos de existencia del hombre y no únicamente desde el punto de vista material y energético; y a la hora de plantear un nuevo modelo de gestión de la naturaleza, también debemos tener en cuenta estos extremos.

Prácticamente todos los árboles representativos del bosque mediterráneo han guardado un significado metafísico para las culturas occidentales. Y es que el árbol representa una manifestación muy especial de las fuerzas y poder divino. Es una expresión de la capacidad creadora de la vida, por cuanto que el árbol es el que crea vida en el bosque y el bosque es uno de los máximos exponentes de la fuerza generadora de la vida.

De los antiguos hay algo que siempre necesitamos aprender y retomar: su mente sencilla para ver las cosas como son, sentirlas en su dimensión y reconocerlas por sus atributos. Si un roble de 200 años es capaz de renovar sus hojas todas las primaveras de su vida, desde el principio al fin, es símbolo de renovación y siempre podrá mostrarnos que hay que hacer para renovarse.

Así de simple.