Sin duda alguna, si la especie humana no existiese, la Tierra sería diferente a como la conocemos actualmente, tanto por las transformaciones que hemos operado sobre ella, como por el fundamento ecológico de que el sistema depende de todas las especies que lo integran. Si faltase alguna otra especie también sería diferente, aunque quizá en otro grado de apreciación. El hombre está integrado en el engranaje de la Tierra como puede estarlo cualquier otro ser o elemento, en el sentido de que está sujeto a sus leyes.

El hombre y la naturalezaTodo lo que hace repercute en el resto del sistema, igual que todo lo que hacen el resto de los seres. Sin embargo los sistemas no siempre pueden asimilar las acciones del hombre. Lo que sucede en nuestra época es consecuencia de todo esto: estamos accionando mucho y muy deprisa en todos los sistemas que integran el planeta, de tal manera que éstos no pueden asimilar las reacciones que generan nuestras acciones.

De la comprensión de los conceptos fundamentales de Ecología, surgen dos consecuencias prácticas:

Es inevitable que nuestra acción cause una reacción en el medio ambiente. Por lo tanto, debemos buscar las acciones que causen reacciones más asimilables por el resto de la Naturaleza.

Ocupamos un lugar dentro de la Naturaleza. Si lo conociésemos y actuásemos en consecuencia, posiblemente nuestras acciones no serían tan intensas ni antinaturales. El problema principal está en descubrirnos a nosotros mismos, nuestras características, nuestro lugar, nuestras posibilidades.

Actualmente superamos los 6.000 millones de habitantes en la Tierra. No somos ni mucho menos una de las especies más numerosas del planeta. Sin embargo, nuestra capacidad de provocar acciones, y por tanto reacciones, es tremenda, sin parangón en la historia conocida de nuestro planeta.

Esto plantea una pregunta interesante: ¿Por qué la Naturaleza ha creado un ser que puede destruirla? De alguna manera, todos los desastres que provocamos podríamos achacárselos a la Naturaleza, pues éstos provienen de nuestra principal característica natural: la inteligencia, juntamente con todas las demás funciones psicológicas, complejas y humanas.

Sin embargo, este razonamiento no resulta verdadero, pues nos consta que el hombre, en otras épocas de su Historia, ha sido tremendamente respetuoso con el medio ambiente, sumergiéndose perfectamente en los ciclos vitales.

No es un problema de error de nuestro diseño, no podemos ampararnos en que somos seres de la Tierra para justificar nuestras acciones o esperar que la Naturaleza lo arregle todo. Es una falta de ubicación de todos y cada uno de nosotros; hemos perdido nuestro rumbo, hemos confundido nuestro lugar en la Naturaleza.

Para ver mejor este hecho, pongamos un par de ejemplos: imaginémonos una población de elefantes en su medio ambiente natural, la sabana africana, con grandes extensiones de pastos y zonas arboladas. Todo encaja. Y pese al tremendo impacto que ocasione este animal, el sistema está adaptado para absorberlo. Sin embargo, traslademos estas poblaciones a las dehesas de Sierra Morena o de Extremadura. El desastre será total.

El lugar no es solamente un atributo espacial, sino también temporal o funcional. Imaginemos que todo el gran grupo de seres que trabajan en la descomposición no “quisiera” seguir descomponiendo la materia orgánica muerta. En poco tiempo, el resto de los seres vivos sucumbiríamos enterrados en desechos y excrementos. Todo es un problema de no ocupar el lugar correspondiente.

Por lo tanto, paralelamente a la restauración del equilibrio natural, debemos encontrar nuestro rumbo como Humanidad. Si no encontramos nuestro lugar natural, de nada sirve que desarrollemos una tecnología impecable; seguiremos accionando en exceso los resortes de la Naturaleza.

¿Cuáles son nuestras características? Veamos en lo que coincidimos con el resto y en lo que somos únicos, de igual manera que cada especie es coincidente y única a la vez. Al determinar esto, ubicaremos nuestro lugar natural.

Por ejemplo, un zorro tiene puntos en común con los minerales, con las plantas, con los insectos, con los vertebrados, con la familia de los cánidos, pero hay algo (un conjunto de atributos) que lo diferencia de todos los demás y que es justamente lo que le hace ser zorro y no un animal cualquiera. Esa diferencia es la que le da su función en el sistema, y cuando deja de tenerla se funde con la materia y energía del resto del sistema.

– Tenemos en común con los minerales toda nuestra estructura atómica, incluso buena parte de la estructura molecular. Obedecemos a las mismas leyes físicas que ellos. Pero no somos un mineral.

– Tenemos en común con los vegetales la organización molecular orgánica, que posibilita la retención y circulación de la energía, los principios de organización celular e incluso histológica. Pero no somos una planta.

– Tenemos en común con los animales la capacidad de movilidad y, fundamentalmente, de actuar en orden a impulsos psicológicos y no únicamente energéticos. Pero no somos animales.

– Hay algo que tan sólo tenemos nosotros: la capacidad de actuar por impulsos mentales y espirituales, con todo lo que ello significa. Tenemos todo un universo de facultades internas, individuales e intransferibles. Todo este vasto mundo de inteligencia, razón, sentimientos, imaginación, intuición, voluntad y poder hacer, delimita nuestras características. Y de igual manera que el lugar del zorro se determina por las propiedades únicas del zorro, el lugar del hombre se determina por las características únicas que tenemos los seres humanos.

Dicho de otra manera, si en virtud de nuestra parte coincidente con los animales nos igualamos a ellos, introducimos el desequilibrio, acentuado por nuestro potencial de acción.

Sin embargo, la tónica de hombre, especialmente desde la última Edad Media, ha sido ir limitándose a ocupar los niveles de coincidencia con el resto de los animales, es decir la preocupación exclusiva por las necesidades primarias.

Según todo lo anterior, un hombre natural no es tan sólo el que consume productos naturales, sino aquel que desarrolla todas sus facultades, tanto las coincidentes con el resto de lo seres, como especialmente las que le dan identidad propia.

Nuestra responsabilidad por el estado actual de la Tierra, por la situación desesperada en que se encuentra la Humanidad, es real y tangible. Cada día tomamos ciento de decisiones que afectan al planeta directamente y materialmente. Es irreal echarles toda la culpa a los políticos, a las multinacionales o a las ideologías.

Cualquier cambio que nos imaginemos pasa por una sucesión de pequeñas variaciones que de no darse, no provocan ese cambio. Es la importancia de lo pequeño, que por se pequeño, se subvalora.

Cierto que hay determinadas actitudes y acciones que solamente pueden adoptar las autoridades a través de sus poderes, pero en contra de lo que parece, la postura más importante para conservar la Naturaleza no es la que puedan adoptar los gobiernos o los grandes grupos con acciones espectaculares sino el esfuerzo individual y continuado.

Cualquier persona que desarrolle plenamente las facultades que nos son propias como seres humanos; es decir, que “alimente” con “productos naturales” su inteligencia, sus sentimientos y su cuerpo; que aliente la imaginación, la creatividad, el poder de la voluntad; que valore el poder de las leyes naturales y encuentre satisfacción con las actividades propias de la sensibilidad mental, reduce el impacto negativo sobre el ambiente.

Una sociedad que se construya bajo los supuestos del desarrollo individual descrito puede mantenerse de manera indefinida, porque enriquece el ambiente en lugar de degradarlo.