JOSÉ ESCORIHUELA

Fue un hombre profundamente bueno, víctima de un tiempo en donde las armas y las guerras florecían por cualquier lugar y donde la musa del arte poético ya no cantaba, pero la musa del arte matemático de Einstein sí que lo hizo. Para él, el conocimiento y la verdad son como dos puntos que se encontrarán en el infinito; la verdad es el fin ultérrimo al que se ha de llegar. Él hizo uso del lenguaje de la abstracción para alcanzarla.

No creía en un gobierno mundial con fronteras. Hablaba de Estados federados donde, a través de la educación, los hombres fuesen libres de mente y de espíritu. Solo así triunfaría la verdad sobre la mentira.

A pesar de sus discrepancias con los padres de la teoría cuántica, existía entre ellos una cordialidad inusitada. Einstein y Bohr se hacían consultas. Asistía junto con los físicos cuánticos a las reuniones anuales de Copenhague, donde le convocaban para que expusiese sus puntos de vista que, debido a su energía mental, eran siempre los más lógicos.

Cuando una tesis cuántica lograba pasar las pruebas a las que le sometía Einstein, normalmente era la más idónea.

Son conocidos sus famosos experimentos mentales. Esa agilidad puso más de una vez en muchos compromisos a grandes físicos, como Bohr o Heisenberg. Pero no solo de pan vive el hombre. En estas reuniones se conversaba de temas sociales, políticos o filosóficos. Fue, en el siglo XX, lo más parecido a las academias florentinas del Renacimiento o al Liceo de Aristóteles.

Einstein intuía las soluciones a los problemas, no llegaba a ellas a través de un desarrollo matemático. Primero, hacía un ejercicio mental de abstracción. Luego vendría el laborioso trabajo de las ecuaciones matemáticas para corroborarlo. Esto no era lo más importante. A veces, hasta llegaba a encargarle el trabajo a algún colega. Su método era inductivo, platónico. Muy pocos hombres son capaces de hacer uso de ese método de conocimiento; esa apertura mental está restringida a determinadas flores de la Humanidad.

Siempre prefirió la enseñanza a la investigación. Era un gran maestro. Hay anécdotas que nos cuentan que se le podía ver en su casa acunando a sus hijos con una mano, con la otra haciendo ecuaciones, y delante de él algún alumno de la universidad al que había convocado para aclararle algún tema.

Los alumnos acudían a él, lo adoraban, porque él les daba la posibilidad de preguntarse, de pensar. Ayudaba a los jóvenes a pensar por sí mismos, a no ser pensados. No era dudar por dudar, sino saber cuestionarse correctamente los problemas. Todo surgía de un buen planteamiento, hacerse las preguntas básicas, como un niño, y tratar de resolverlo. No por lo que digan los demás, sino por el propio convencimiento; si no, no sirve para nada. Cuando uno lo interioriza, lo ve, ha avanzado un paso.

Para Einstein había hombres que sabían mucho, grandes intelectuales, grandes eruditos, tenían muchos conocimientos, pero no sabían entender las cosas y eso, en realidad, no servía para nada. Lo importante, decía, era entender los conceptos sencillos, humildes, bonitos de la vida, que no hay tantos, y eso es lo que consiguió este hombre de sus alumnos. Incluso llegó a editar un libro con todas las conclusiones y pasos que a él le habían costado años de investigación y esfuerzo, pero que sinceramente no servían para nada y para que otro «tonto», como él decía, no perdiese tanto tiempo durante tantos años como él hizo.

Fue un hombre de corazón, de coraje, digno de llamarse científico con mayúsculas, de defender los sagrados conceptos de la ciencia. Esos conceptos que no tienen patria ni nacionalidades, sino que son universales porque han sido creados por grandes hombres que, tras muchos esfuerzos e investigaciones, han forjado un compendio para que los que vengan puedan nutrirse de él. Él aportó una gota más a ese gran río. Y como decía con su típica humildad, sus tesis se quedarán obsoletas porque llegará un día en que los hombres habrán encontrado no solo respuestas a esas preguntas sencillas, sino que se habrán encontrado a sí mismos. Y cuando un hombre aprende a pensar por sí mismo, ahí tenemos al hombre del futuro, un hombre con ideales profundos.

Estudiaba la Naturaleza, pero sus planteamientos iban más allá de lo físico, eran más bien filosóficos. Sus teorías tienen ese trasfondo tan profundo que permiten reflexionar acerca de los secretos de la Naturaleza, esos secretos pequeños, sencillos, escondidos, pero que están ahí a la vista de todos y que no nos atrevemos a descubrir porque no los vemos, porque estamos encerrados en nuestro pequeño mundo de cartón piedra. Él fue capaz de quitarse los velos y detallarnos lo que observó.

Se vio involucrado en el famoso proyecto Manhattan para construir la bomba atómica. Él se proclamaba pacifista en el buen sentido de la palabra, pero como él decía, un pacifista era un hombre comprometido con su época y que no debía permitir que una caterva de hombres violentos y sin moral dominasen el mundo a la fuerza, y acabarían estrellándose contra la carcajada de los dioses.

Un librepensador no podía permitir que la Alemania que tanto amaba hubiese tomado aquel rumbo. Quizá pecó de ingenuo porque no imaginó los manejos políticos y los intereses más allá de lo meramente humano que motivaron a los promotores del proyecto científico, que, como siempre, no eran los rigurosos científicos. Además, se sabía de la existencia de fábricas de agua pesada en la Noruega ocupada por los nazis y las extracciones de uranio en Checoslovaquia, máxime cuando fue el alemán Otto Hann el primer investigador de la transformación de materia en energía. Pero cuando Alemania se rindió, Einstein instó al Gobierno de Roosevelt a que abandonase el proyecto. Hizo manifestaciones públicas al pueblo americano, que le había acogido en su exilio. Pero los intereses militares primaron sobre la conciencia de los hombres y el proyecto siguió adelante. Históricamente se sabe que a la muerte de Roosevelt se encontraron todas las cartas que le escribió Einstein en el cajón de su despacho sin abrir.

Cansado de los manejos políticos, rechazó el ofrecimiento sionista de erigirlo en primer ministro del recién creado Estado de Israel. Instó a todos los intelectuales americanos que eran convocados al finalizar la guerra a tribunales públicos por sus ideas liberales (la famosa caza de brujas del presidente Eisenhower) a que no acudiesen a esos autos de fe, aunque para defender el librepensamiento tuviesen que acabar en el presidio. Él mismo fue convocado, pero se opuso a asistir.

Su grandeza queda reflejada no solo por su bondad, su humildad, su carácter idealista, sino también por su capacidad de trabajo. Su gran empresa durante sus últimos treinta años, cuando algunos físicos jóvenes lo consideraban una reliquia de tiempos pasados, la de intentar encontrar ese orden universal de la Naturaleza, estuvo presente en él hasta la misma mañana otoñal en que falleció. Horas antes había pedido sus viejos libros de apuntes y así lo encontraron muerto, trabajando incansablemente.

Este Mozart de la física no ha desaparecido de la memoria colectiva de la Humanidad. Sus ideas siguen vigentes. Él fue un ejemplo vivo de lo que la mente humana bien canalizada es capaz de lograr.

Él alentó al ser humano para que dejase de lado los horrores de lo que era capaz de realizar, y que se volcase más bien en cambiarse a sí mismo para luego cambiar el mundo.

Este renacentista quizá nació fuera de tiempo; no creo; más bien, volvió a recordarnos la necesidad de recuperar el arte olvidado de pensar por nosotros mismos, sin convencionalismos, con sinceridad.

Recordemos su figura un tanto grotesca como de sabio olvidadizo y su enorme sonrisa, que trajo un poco de luz a una época un tanto oscura de la historia del hombre.