Índice

«Las raíces amputadas que germinan son cosas antiguas que reaparecen, son verdades ocultas que se descubren, es una nueva luz que, después de una larga noche, despunta en el horizonte» (Sobre el infinito universo).

«Elogiado por pocos, aprobado por ninguno, perseguido por todos. Por todos sí, pero tales y cuales, por pocos sí, pero excelentes y héroes» (Sobre el infinito universo).

«¿Apruebas, entonces, el estudio de diferentes filosofías? Mucho, para el que dispone de tiempo y talento; para otros, apruebo el estudio de los magos, si los dioses le conceden adivinarlo» (El Principio, la Causa y lo Uno).

Introducción

Todavía hoy, casi cuatrocientos años después de su sacrificio en las hogueras de la Inquisición, el rostro de Giordano Bruno despierta al alma de su letargo. De tez cobriza por la intemperie y ojos negros enormes, nariz levemente aguileña, boca grande de labios finos sobre un mentón firme y cuadrado poblado de una barba que se confunde con los cabellos, envuelto en una arrogancia severa y un orgullo desafiante, nos mira desde el pasado.

Ocho años en las cárceles sumergidas del «I Piombi» en Venecia, y en las de Roma, en continua soledad y aislamiento, tan solo pertur­bado por los interrogatorios y las torturas del brazo secular de la Inquisición, no fueron suficientes para quebrantar los altos principios morales de un héroe.

Ininterrumpidos viajes, largas persecuciones, intensos dolores en tiempos detenidos no hicieron vacilar la seguridad interior que nace de la llama de la sabiduría. Como aparentes paradojas, aún resuenan, desde lo lejano, las máximas que dirigiesen la vida de Giordano Bruno: «Triste en la alegría, y en la tristeza alegre», «En viva muerte, muerta vida vivo», «Contemplación en la acción, acción en la contemplación». Lemas breves, pero llenos de fuerza, que trazan la estela en la noche oscura de nuestro siglo. Permanecemos unidos en las tinieblas, porque nuestro camino está iluminado por relámpagos.

Invitado por el patricio Mocenigo a Venecia, para que le enseñase el sistema de la «memoria mágica», y con el oculto anhelo de llegar ante el mismo papa Clemente VIII y exponerle un proyecto de reforma religiosa, moral e intelectual, fue vilmente traicionado y encarcelado. La «reforma» se convirtió en lento salvoconducto hacia las hogueras siempre encendidas del Santo Oficio. Las llamas que devoraron sus vestiduras de carne consumieron esa reforma y la entregaron al mismo mundo celeste del que vino.

Hemos pretendido extraer la esencia de su filosofía moral; no para contemplarla con apática frialdad, como los incansables turistas en los museos, ni tan solo para deleitamos en su belleza, sino para alimentar y proteger la llama que arde en el corazón de los verdaderos idealistas.

La verdadera reforma fue traicionada y aún está pendiente.

Fuentes de la filosofía moral

Giordano Bruno se reconoce a sí mismo en sus obras como heredero de la tradición; de hecho, no podemos separar las fuentes de su filosofía moral y diferenciarlas de las fuentes de su metafísica, o de su sistema de la memoria mágica, o del tratado de la contemplación matemática o cosmología. Toda su filosofía se halla en toda su obra.

Cuando los investigadores atribuyen maestros directos o indirectos a Giordano Bruno, en realidad no se trata sino de autores que le precedieron y que bebieron en las mismas aguas o ríos de los que él extrajo su saber. El tronco es el mismo y aparece velado por un bello ramaje. La doctrina de Giordano Bruno no procede del ramaje de primaveras anteriores, sino del tronco que podemos llamar doctrina hermética.

Sin embargo, los investigadores nombran como maestros de su época a Patricci (1529-1597), del que extrae su concepción del universo como un Todo Dios, Todo Psique, Todo Transformación, Todo Poder; Telesio (1509-1588), de donde bebe la filosofía neoplatónica y el rechazo por los peripatéticos y escolásticos; Nicolás de Cusa (1401-1464), del que toma la imposibilidad del hombre, como ser finito, de acceder a la Verdad, que solo puede ser medida por la Verdad, como el circulo sólo lo es por el círculo. También la coincidencia de los opuestos en el infinito de la razón, infinito que es Dios y al que solo se puede dirigir por la contemplación mística; y Cornelio Agripa, del que extrajo toda la raíz mágica de su doctrina y las misteriosas relaciones que unen a los seres de la Naturaleza.

Según las tradiciones esotéricas, Giordano Bruno extrajo la esencia de su doctrina de otras fuentes del saber en viajes a Egipto, Persia e India. El «divino impulso» le relacionó con los Adeptos, sabios completos, que le transmitirán la doctrina oculta, verdades que permanecen invariables en el transcurso de los milenios.

Esencia de la filosofía moral. Fundamentos metafísicos

La esencia de la filosofía moral es el desenvolvimiento de esa luz interior que irradia del sol intelectual. El espíritu es perfecto, uno e inmarcesible: no puede, pues, evolucionar. Lo que proporciona la filosofía moral son escalones por los que desciende la emanación de ese espíritu. Las virtudes son las formas que genera la luz intelectual para manifestarse. Ser virtuoso en sí no importa (los animales lo son muchas veces más que los hombres) si no es para construir formas que hagan del alma altar digno de su dios silencioso.

La obra de Giordano Bruno va siempre dedicada «a los que contemplan». A aquellos a los que su luz interior les permite ver en la Naturaleza los reflejos de la Divinidad.

Es una moral heroica, para acceder a la contemplación de las esencias. Nada tiene que ver con las normas morales para acallar al pueblo. La moral de Bruno es música, es filosofía, es magia. Todo está en todo, repite incansablemente Giordano Bruno: no podemos separar la verdadera moral de la verdadera filosofía. Las «virtudes» que muestran personajes vulgares más proceden del temor que del cielo. La moral que predica Bruno no es un deber, es un privilegio. Su moral nace de la comprensión de la unidad en todas las cosas: de ahí conoce el uno y el número, lo finito y lo infinito, el fin y el término de la comprensión y la sobreabundancia de todas las cosas. El sabio, el ser moral, está capacitado para hacer todo, no solo en lo universal, sino también en lo particular.

Decir filosofía moral significa no solo comprender las leyes que han de regir a los héroes y filósofos, sino a los fundamentos metafísicos. La moral es una consecuencia inmediata de los mismos.

El hombre interno

El alma del hombre es aquella sustancia que es verdaderamente el hombre. Es el numen, el héroe, el demonio, el dios particular, la inteligencia que mueve y gobierna el cuerpo según la razón, es superior a aquel y no puede estar necesitado ni constreñido por él.

Es un concepto paralelo al Júpiter del propio Giordano, la luz intelectual del sistema solar. Ambos, Júpiter y el hombre interno, son el centro de su universo. Este hombre interno es la mónada humana. Es una chispa divina, un punto de acción que contribuye con su cota de luz a la belleza del universo. Puede usar las alas de la existencia y del funcionamiento divinos hasta llenar los cielos con su propia irradiación pura, semejante a la de la estrella o punto padre. Entonces, cuando realiza este movimiento envolvente del que él es un centro constante, puede destacarse por encima de dioses y demonios.

Reencarnación

Para Giordano Bruno, el alma es inmortal y libre; ella misma se teje, con sus actos y mediante la fatal justicia que todo lo gobierna, los cuerpos que utilizará en sucesivas estancias en la tierra («prisiones adecuadas a tales delitos o crímenes»). Aunque el hombre sólo puede encarnar en formas humanas, su alma se asemeja al animal que durante su vida en tierra imita.

De las virtudes

«Los antiguos llamaban dioses a las virtudes divinas expandidas en las cosas» (Cornelio Agripa, Filosofía oculta)..

Según Bruno, Dios, en cuanto Absoluto, nada tiene que ver con nosotros, pero sí en cuanto que se comunica a los fenómenos de la Naturaleza y el Alma del Mundo, si no es la propia alma.

El ser puro es inaccesible, pero se manifiesta descendiendo en la escala de la Naturaleza y comunicando su poder, inteligencia y vida en los diferentes reinos, a piedras, vegetales o animales. No les otorga una parcela de su poder, sino un modo o perspectiva del mismo, pues la Divinidad nada pierde de su majestad al reflejarse en el espejo de la Naturaleza.

«Por eso, la Divinidad fue llamada Neptuno en el mar, en el sol Apolo, en la tierra Ceres, en los desiertos Diana, y de modos diversos en cada una de las otras especies, las cuales, como ideas diversas, eran númenes diversos de la Naturaleza, refiriéndose todos ellos a un supranatural numen de los númenes y fuente de las ideas». Estas divinidades aparecen como leyes de la Naturaleza en el mundo físico, como virtudes (y sus sombras) en el mundo moral, matemático o intermedio, y como atributos del ser o arquetipos en el mundo divino. La virtud no es, pues, sino la cara, clave o perspectiva moral de estos dioses. Así, los dioses, iluminando las ventanas de la moral, otorgan vida a las virtudes. Giordano Bruno ora ante ellas como las más excelsas de las divinidades, las describe en forma de símbolos vivos. Dichas imágenes vivas se transforman en talismanes que disponen al alma hacia la virtud.

La imaginación traza las formas de la virtud. La voluntad las esculpe en el barro de la realidad y en el alma, donde adquieren consistencia indeleble y duradera. Todo esfuerzo heroico por plasmar las virtudes celestes en la materia obtiene por respuesta mayor brillo y poder en el alma. No existe la verdadera virtud si no se forja en el yunque de la adversidad, así como «virtudes» que no reflejan imágenes espirituales y divinas son solo automatismos que hasta los animales poseen.

Dice Giordano Bruno: «Un número simple significa a la Divinidad, y por reflexión y cuadratura de sí mismo, al número y sustancias que de él dependen (…) La voluntad suministra fuerza a las otras potencias de muchas maneras, y especialmente a sí misma cuando se refleja en sí y se duplica, de modo que quiere querer y le place querer lo que quiere». Es decir, no existe verdadera contemplación sin acción, ni acción fértil en lo espiritual sin contemplación. La virtud es como un hacha de doble filo que labra en lo material y en lo espiritual.

No existe el mal en sí, pues existiendo sería verdadero y habría que identificar Verdad con mal. El mal es una sombra del Bien (Verdad) al reflejarse en el número. El Uno pierde claridad al sumirse en lo múltiple.

Las virtudes y los vicios son las formas primeras de la moralidad, los vicios son solo sombras. En medio de una noche oscura resplandecen con más belleza las estrellas. Es en medio de los defectos donde la virtud brilla y demarca el Sendero.

Giordano identifica la virtud con el justo medio en la unidad, donde convergen los contrarios. «El vicio consiste en que la cosa se aparta de su naturaleza, cuya perfección consiste en la unidad». El vicio es, pues, contrariedad, falta de autenticidad; dar la espalda a la verdad de los seres, separarlos del lugar que ocupan en el espacio de la moral. La felicidad es fruto de la perfección del destino (cada uno del suyo). Pues destino es ley y es verdad, y de su aceptación y perfecto cumplimiento emana la Virtud: «Comprender el destino es lo mismo que llegar a ser conscientes de nuestra unión con Dios. Al comprender nuestra unión con Dios, con el Todo, nuestro pecho se henchirá de amor por todas las cosas (…) El objeto de la vida consiste en poder comprender el destino, pues ese conocimiento es lo único que puede llevar a hacernos conscientes de nuestra unión con el infinito, con Dios, que es la verdadera redención».

La fortaleza

En relación con la figura mitológica de Herakles («Constante y fuerte debe ser la voluntad que administra el juicio con la prudencia, por la ley y según la verdad»), la fortaleza es la fuerza del espíritu por mantenerse en ese justo medio que refleja la Unidad. Es el valor tal y como lo concibe Platón en La república; la preservación de las leyes y del criterio de lo que es temible o no, criterio que emana del gobernante.

La fortaleza debe ir precedida de la luz de la inteligencia (o de la razón, en su defecto) para no convertirse en estupidez, furia o locura. Es la fuente de la que manan la perseverancia, el celo, la tolerancia, la grandeza de ánimo, la longanimidad.

La fortaleza es tal cuando une la fuerza a la inteligencia y considera y cataloga los asuntos que han de gobernarse con cautela, con perseverancia, con la fuga o con el sufrimiento. Y una vez decidido cómo se debe actuar (según estos cuatro modos), permanecer fiel a nuestras propias normas.

Fortaleza es el continuo temor a la muerte del alma, pero la indiferencia hacia aquello que no la daña: hambre, sed, dolor, pobreza, soledad, persecución y muerte.

La prudencia

Es el reflejo de la Providencia desde el mundo celeste, enemiga de la fogosidad y de la inercia y de la estupidez. Es la razón que fluye de lo universal a lo particular: su instrumento es la dialéctica, comparando todas las posibilidades de actuación, sumando, anulando o refundiendo ideas y considerando por la metafísica los universales de todas las cosas que caen dentro del conocimiento humano.

Proporciona el escudo ante la adversidad, la cautela ante el peligro. Por ella la voluntad y el ánimo, sin perder la finalidad, se adaptan a los tiempos, las cosas y las ocasiones.

La prudencia que no refleja su arquetipo celeste (la Providencia) es «prudencia de esclavo», digna de aquellos que confunden el viento con la inclinación de las briznas de hierbas a su paso.

La Providencia es la libertad y la necesidad misma. Es la verdad que se refleja en sí misma: «Es ojo que es luz, luz que es ojo».

La perseverancia

Es la fortaleza que se manifiesta en la resistencia ante lo que nos aparta de nuestro ideal. Es la perfección de la constancia. Como una robusta y bien plantada encina a los embates del viento, el héroe tiene fijo el espíritu, el sentido y el intelecto en su elevado propósito.

Donde los estoicos afirmaban: “¡Soportad!” y los epicúreos: “¡No sufráis!” (por tener la conciencia más allá del cuerpo), Giordano proclama: “¡Soportad fuertemente!”, con tal fuerza interior y asentamiento en nuestros propios principios morales que, más allá de nuestra piel, el aire transmita serenidad, ajeno al volcán interno, donde la fragua de Hefaistos crea las armas mágicas, las virtudes divinas. Más allá de esta perseverancia está aquella que predicaba Epicuro y recuerda Bruno, perseverancia que pierde sus soportes humanos, elevándonos al comportamiento de los dioses: «No se estima que sea verdadera y acabada virtud de fortaleza y constancia aquella que siente y soporta las incomodidades, sino aquella que, incluso no sintiéndolas, las soporta… habiendo llegado el héroe a tal placer (gloria, diríamos nosotros) que ningún displacer es capaz de desviarle de su camino o de hacerle tropezar. Y esto es tocar, en este estado, la beatitud suprema: tener la voluntad, y no tener sentido del dolor». Perseverancia es comprender la necesidad del sufrimiento para evolucionar; comprender, admitir y llevar a perfección el destino que nos ha tocado en suerte representar:

«El alma humana se viene perfeccionando por el sufrimiento y por las dificultades que tiene que vencer. Sin el sufrimiento, nuestro espíritu permanecería estacionario, atrasado (…). De ahí se sigue que todo lo que llamamos mal es un bien que no podemos entender. En otros términos, el mal es relativo (…). Individualmente, nada es perfecto en la Naturaleza, pues todo se encuentra en estado de evolución. Colectivamente, el Todo sí es perfecto: para el que tiene en cuenta siempre el Todo y no sus partes, no existe el mal».

La castidad

La virginidad en sí carece de ningún valor (más allá de la importancia ceremonial que pueda tener). Porque no es defecto, pero tampoco virtud. Solo cuando sirve a un motivo más elevado adquiere dignidad. Solo cuando participa de la fortaleza y del desprecio de los deleites (más allá o más acá de la virginidad) llámase castidad y no es vano (el desprecio de los placeres) ni frustrante, sino que contribuye a la conciencia humana y a la honesta satisfacción de los demás.

La templanza

Del latín «temperare» (combinar adecuadamente), madre de la urbanidad porque «a causa de la intemperancia en los afectos sensua­les e intelectuales se disuelven, desordenan, dispersan y anegan las familias, las repúblicas, las sociedades civiles y el mundo; la templanza es quien lo reforma todo».

La simplicidad

Enemiga de la jactancia y de la disimulación, es la forma que adopta la prudencia a fin de evitar la crítica, la envidia y las ofensas y para ocultar la verdad.

La simplicidad es sencilla, muestra un aire seguro y confiado, es uniforme y representa y tiene similitud con el rostro divino.

«Su semblante es amable, porque nunca cambia y por eso, como gusta al principio, siempre place, y no por defecto suyo, sino del otro, puede dejar de ser amada».

La simplicidad se asemeja al rostro divino porque nada añade ni sustrae a la verdad; y porque nada contempla de sí misma, sino que se expresa a los demás. «Ya que aquello que se mira y se siente a sí mismo hácese en cierto modo multiplicidad, se convierte en sujeto y objeto a un tiempo».

La fatiga y la diligencia

Giordano las representa por el héroe mitológico Perseo, cogiendo con la mano izquierda el escudo resplandeciente de su fervor y con la derecha la serpentina cabeza de los pensamientos perniciosos, ajustados los talares del divino impulso y montando el ligero caballo de la estudiosa perseverancia. Por fatiga y diligencia Bruno no considera el cansancio estéril, sino el esfuerzo de ser. Es el privilegio del héroe por alcanzar su propio destino, y así hallarse más cerca de la Divinidad. «Por ellas, Perseo es Perseo y Hércules es Hércules». «Por ellas se vence toda vigilancia, se trunca toda ocasión adversa, se facilita todo camino y acceso, se arriba a todo puerto, se domeña toda fuerza y todo plan se consigue».

Bruno las dedica una oración que bien podría convertirse en motivo de meditación diario, especialmente cuando nos invade la insulsa apatía.

«Diligencia, tú eres quien alimenta con la fatiga los ánimos generosos; asciende, sube, escala, con un solo aliento si ello es posible, toda rocosa y abrupta montaña. Caldea con tanto fervor tu propio afecto que no solo te resistas a ti misma y a ti misma venzas, sino que además, no tengas sensación de tus dificultades, no tengas sentimiento de tus fatigas, porque la fatiga no ha de ser fatiga para sí misma: la misma perfección consiste en no sentir fatiga y dolor cuando se padece fatiga y dolor».

Realiza Bruno imprecaciones a las virtudes, como seres llenos de vida, y les pide, les exige, con tal poder de convicción que nos hace pensar en otro gran personaje, contemporáneo suyo, el Quijote. Es asombroso el parecido que encontramos muchas veces en ese ser que cabalgó los horizontes infinitos de La Mancha y este otro peregrino, con la misma fuerza defensor de su ideal, la Verdad.

Virtudes y política

Las virtudes se hallan en relación íntima, y casi exclusiva, con la política, con el gobierno de las ciudades y las repúblicas. Una virtud o un defecto sólo lo es en la medida en que afecta a la tranquilidad y prosperidad del Estado. Importan las acciones: «No se ha de juzgar el árbol por su hermosa frondosidad, sino por los buenos frutos; y quie­nes no rindan frutos, sean cortados y dejen el lugar a otros que los den».

Al hacer, pues, un examen comparativo de los errores (y no pecados), se tendrán por más importantes los que perjudican a la república, como menores los que perjudican al particular interesado, y como mínimos los que acaecen entre dos individuos que no están de acuerdo; como nulo, el que no induce a mal ejemplo o a mal efecto, habiendo surgido en la complexión del individuo a causa de impulsos accidentales.

El filósofo heroico

El filósofo heroico pone en la cabeza una fantasía recta, una memoria retentiva, en los ojos prudencia, en la lengua la verdad, en el pecho la sinceridad, en el corazón ordenados afectos, en los hombros paciencia, en las espaldas olvido de las ofensas, en el estómago discreción, en el vientre sobriedad, en el seno continencia, en las piernas constancia, en las plantas de los pies rectitud, en la mano izquierda el pentateuco de los decretos, en la diestra la razón discursiva, la ciencia indicativa, la autoridad imperativa y el poder ejecutivo.

Comprende, acepta y cumple su destino. Se dice a sí mismo: lo que debe ser será, lo que debía ser es. Intuye detrás del destino a la más grande de las divinidades.

Cuando su majestad se hace presente, suscita entre los pechos mortales e inmortales un impulso de reverencia y respeto.

Sus deliberaciones son lentas, graves y ponderadas. Su consejo, maduro y secreto y precavido, pero sus actos son alados y veloces.

Se hace merecedor del cielo, sólo por las virtudes y méritos de sus gestas heroicas.

Su oración a los dioses es cual humo aromático cuando se siente deslizarse sin esfuerzo en la corriente de la vida. Pero, cuando la responsabilidad exige de él ser un mago, sus oraciones son como aladas saetas de resplandeciente rayo que penetran en el mundo celeste y convocan todas las fuerzas de la Naturaleza.

Comprende en la Unidad el abismo de lo infinito, y en el infinito que se extiende ante sus ojos percibe las huellas de la unidad velada.

Su voluntad no cede jamás en su alto propósito, pero se adapta con prudencia a las circunstancias, recordando el pasado, ordenando el presente y previendo el futuro. Nada le ocurre como si fuera repentino, de nada duda sino que todo lo aguarda, de nada sospecha sino que de todo se guarda.

No se considera defensor de la verdad, que es inmutable y siempre triunfante, sino su heraldo.

Los dioses otorgan a sus actos el poder de atar con invisibles hilos de diamante.

Perdona a los sometidos, debela a los soberbios, endereza los entuertos, no olvida los beneficios, socorre a los necesitados, defiende a los afligidos, alivia a los oprimidos, refrena a los violentos, promueve a los meritorios y doblega a los criminales.

Atribuye más valor a un efecto útil, real, magnánimo, que a una fe vana de asno. Se considera rico, no porque tenga mucho, sino porque muy poco desea y necesita. Ante las dificultades, iluminado por la luz de la inteligencia, cataloga los asuntos que se deben gobernar con cautela, con perseverancia, con la fuga o con el sufrimiento.

Es inexpugnable para sus propios vicios, invencible para las fatigas, constante en los peligros, inflexible con los placeres, despectivo con la riqueza, domador de la fortuna, triunfante en toda cosa. No persigue los placeres ni huye de los dolores; no se deja derrumbar por la gravedad de las molestias ni que le lleve el viento de la ligereza. Desdeña lo superfluo y tiene poca conciencia de lo necesario. Se desvía de las cosas bajas y está siempre dispuesto para las altas empresas.

Su semblante es amable porque nunca cambia: cierta armonía en sus miembros y rasgos (que para muchos se torna en extraña familiaridad) son asiento de una luz divina siempre presente.

Actúa, pero sumido en incesante contemplación. Sus obras dejan huellas indelebles en las conciencias, pero parece que no actuase, sino que fuese sólo un instrumento del divino impulso. No tiene sentimiento de sus fatigas, pues sabe que la fatiga no ha de ser fatiga para sí misma. Regula la fatiga por los divinos ocios y templa el ocio mediante la fatiga. No se promete nada para vivir, sino para bien vivir.

Cuando las dificultades aprietan, su animosidad de rostro ardiente le susurra al oído: no cedas a la adversidad, sino marcha audaz contra ella.

Teme la muerte del alma pero no la del cuerpo.

En ocasiones se ve poseído por una «santa ira» que favorece la ley, da fuerza a la verdad y al juicio, agudiza el ingenio y abre el camino a muchas virtudes egregias que no comprenden los ánimos tranquilos. Pero tan pronto esta alcanza su objetivo, el héroe se sumerge en la tranquilidad del alma, como el ímpetu de un río no se ve frenado sino que alcanza su meta en la majestuosidad serena del mar.

Sus esperanzas son frías y sus deseos cálidos, como fría es la estrella, pero ardiente es el caminar del peregrino.

Sus actos son como los versos de un poema, no porque se hallen sometidos a la ley, sino porque la ley emana de sus actos. Porque sus actos golpean y abren las Negras Puertas de Diamante.

Para él el placer no es placer, ya que tiene ante sus ojos su acabamiento. Paralelamente, la pena no es pena para él, ya que con el vigor de su pensamiento tiene presente su término. Lo que el vulgo llama bien es para él un bien falaz, el condimento que echa a su comida el viejo Saturno cuando devora a sus hijos. De este modo, considera a las cosas mudables como cosas que no son, y afirma que no son nada más que vanidad y nadería, ya que la proporción que guarda el tiempo con la eternidad es la que hay entre el mero punto y la línea. Es un soñador de imposibles. Y no siente pena porque no posee lo que desea, sino que es feliz porque siempre se halla ahí lo que busca.

Es como aquel que trata de obtener una inmensidad, de suerte que se propone un fin, allí donde no hay fin. Porque sabe que el último fin no debe tener fin, ya que en este caso no sería el último; pero no le importa, basta que en el estado en que se encuentra le sea presente la divina belleza extendiéndose por todo el horizonte de su visión.

Su espíritu heroico halla más contento en el caer y en el fracasar en las altas empresas en que pueda demostrar la dignidad de su ingenio que en el tener perfecto éxito en cosas menos nobles, si no bajas. Pues todo lo que le acontece se le convierte en bien, y sabe del cautiverio sacar frutos de una libertad mayor, y convierte el haber sido vencido una vez en ocasión de una victoria mayor.

Se encuentra presente en su cuerpo de manera que la parte mejor de sí mismo está de él ausente, enlazándose, anudándose a las cosas divinas como con un sacramento indisoluble, de suerte que no siente amor u odio hacia las cosas mortales.

No estima, sino que desprecia toda fatiga, y así, cuanto más le combatan desde dentro las pasiones y vicios, y cuanto más le ataquen desde fuera los enemigos viciosos, tanto más debe alentar y resurgir, y superar, con un solo aliento, si fuere posible, este escarpado monte donde resplandece la pureza de las cumbres nevadas. Pues no necesita otras armas o escudos que la grandeza de un ánimo invencible y la perseverancia de espíritu.